Tú, Señor, eres nuestro padre y nuestro redentor;
ése es tu nombre desde siempre.
¿Por qué, Señor, nos has permitido alejarnos de tus
mandamientos
y dejas endurecer nuestro corazón
hasta el punto de no temerte?
Vuélvete, por amor a tus siervos,
a las tribus que son tu heredad.
Ojalá rasgaras los cielos y bajaras,
estremeciendo las montañas con tu presencia.
Descendiste y los montes se estremecieron con tu presencia.
Jamás se oyó decir, ni nadie vio jamás
que otro Dios, fuera de ti,
hiciera tales cosas en favor de los que esperan en él.
Tú sales al encuentro
del que practica alegremente la justicia
y no pierde de vista tus mandamientos.
Estabas airado porque nosotros pecábamos
y te éramos siempre rebeldes.
Todos éramos impuros
y nuestra justicia era como trapo asqueroso;
todos estábamos marchitos, como las hojas,
y nuestras culpas nos arrebataban, como el viento.
Nadie invocaba tu nombre
nadie se levantaba para refugiarse en ti,
porque nos ocultabas tu rostro
y nos dejabas a merced de nuestras culpas.
Sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre;
nosotros somos el barro y tú el alfarero;
todos somos hechura de tus manos.
R. (4) Señor, muéstranos tu favor y sálvanos.
Escúchanos, pastor de Israel,
tú, que estás rodeado de querubines,
manifiéstate,
despierta tu poder y ven a salvarnos.
R. Señor, muéstranos tu favor y sálvanos.
Señor, Dios de los ejércitos, vuelve tus ojos:
mira tu viña y visítala,
protege la cepa plantada por tu mano,
el renuevo que tú mismo cultivaste.
R. Señor, muéstranos tu favor y sálvanos.
Que tu diestra defienda al que elegiste,
al hombre que has fortalecido.
Ya no nos alejaremos de ti;
consérvanos la vida y alabaremos tu poder.
R. Señor, muéstranos tu favor y sálvanos.
Hermanos: Les deseamos la gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y de Cristo Jesús, el Señor.
Continuamente agradezco a mi Dios los dones divinos que les ha concedido a ustedes por medio de Cristo Jesús, ya que por él los ha enriquecido con abundancia en todo lo que se refiere a la palabra y al conocimiento; porque el testimonio que damos de Cristo ha sido confirmado en ustedes a tal grado, que no carecen de ningún don, ustedes, los que esperan la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él los hará permanecer irreprochables hasta el fin, hasta el día de su advenimiento. Dios es quien los ha llamado a la unión con su Hijo Jesucristo, y Dios es fiel.
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: “Velen y estén preparados, porque no saben cuándo llegará el momento. Así como un hombre que se va de viaje, deja su casa y encomienda a cada quien lo que debe hacer y encarga al portero que esté velando, así también velen ustedes, pues no saben a qué hora va a regresar el dueño de la casa: si al anochecer, a la medianoche, al canto del gallo o a la madrugada. No vaya a suceder que llegue de repente y los halle durmiendo. Lo que les digo a ustedes, lo digo para todos: permanezcan alerta”.
Velen. Permanezcan alerta. El Adviento despierta llamando a la vigilancia. Muchos son los ruidos que nos dispersan. Las amenazas que nos asustan. Las ambigüedades que nos hacen sentir inseguros. En medio de las incertidumbres, algunos claudican y se dejan llevar por cualquier tipo de inercia, desvirtuando la esperanza. Perdidos en la confusión, hipotecan su vida a satisfacciones pasajeras, que no colman el corazón.
Contra ello, se nos invita a escuchar con atención. A mirar con detenimiento. Dirigir con cuidado los sentidos hacia el interior, que pareciera nos hubieran robado. El interior de nuestra conciencia, donde Dios mismo nos sale al encuentro y nos orienta hacia el bien. Para ello es necesario también el silencio, el recogimiento. La actitud que nos rescata de la dispersión. Ante tantas distracciones, que nos embotan, volver a asentarnos en nuestra propia intimidad, para reconocer en ella esa serena profundidad desde la que brota la admiración, la paz, el amor.
En sintonía con nuestro propio abismo, podemos velar esperando el regreso del dueño de la casa. Cualquier hora es propicia para que nos sorprenda con su presencia. Él viene, en los ritmos litúrgicos, en la Eucaristía, en el necesitado. Y vendrá al final, también. Al final de nuestra vida, para interpelarnos sobre nuestra perseverancia en el servicio. Al final de la historia, para recapitular en su persona la historia y el cosmos. Él es el juez de vivos y muertos. El tiempo santo nos lo recuerda y nos ejercita en su expectativa. Más aún, nos provoca a llamarlo: ¡Ven, Señor!
El texto evangélico propone como tiempos las horas nocturnas: el anochecer, la medianoche, la madrugada. Ahí donde los centinelas tienen la tentación de claudicar. Los momentos difíciles, personales, familiares o sociales, son los que más fácilmente nos pueden hacer tropezar. La atención, entonces, se necesita en especial en ellos. La oscuridad puede atraparnos. Aguardar el amanecer es conservar la certeza de que llegará la luz, llegará el día, y con él la certeza y la grata compañía del Esperado. Agucemos los sentidos. Dejemos que los latidos nos emocionen con la perspectiva de su llegada. No tarda. Está a la puerta. Acojámoslo con alegría.
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