Foto: Cathopic
¿Quién es el hombre que puede conocer los designios de Dios? ¿Quién es el que puede saber lo que el Señor tiene dispuesto? Los pensamientos de los mortales son inseguros y sus razonamientos pueden equivocarse, porque un cuerpo corruptible hace pesada el alma y el barro de que estamos hechos entorpece el entendimiento.
Con dificultad conocemos lo que hay sobre la tierra y a duras penas encontramos lo que está a nuestro alcance. ¿Quién podrá descubrir lo que hay en el cielo? ¿Quién conocerá tus designios, si tú no le das la sabiduría, enviando tu santo espíritu desde lo alto?
Sólo con esa sabiduría lograron los hombres enderezar sus caminos y conocer lo que te agrada. Sólo con esa sabiduría se salvaron, Señor, los que te agradaron desde el principio.
Palabra de Dios.
/R/ Tú eres, Señor, nuestro refugio.
Tú haces volver al polvo a los humanos,
diciendo a los mortales que retornen.
Mil años para ti son como un día
que ya pasó; como una breve noche. /R/
Nuestra vida es tan breve como un sueño;
semejante a la hierba,
que despunta y florece en la mañana
y por la tarde se marchita y se seca. /R/
Enséñanos a ver lo que es la vida
y seremos sensatos.
¿Hasta cuándo, Señor, vas a tener
compasión de tus siervos? ¿Hasta cuándo? /R/
Llénanos de tu amor por la mañana
y júbilo será la vida toda.
Haz, Señor, que tus siervos y sus hijos,
puedan mirar tus obras y tu gloria. /R/
Querido hermano: Yo, Pablo, ya anciano y ahora, además, prisionero por la causa de Cristo Jesús, quiero pedirte algo en favor de Onésimo, mi hijo, a quien he engendrado para Cristo aquí, en la cárcel.
Te lo envío. Recíbelo como a mí mismo. Yo hubiera querido retenerlo conmigo, para que en tu lugar me atendiera, mientras estoy preso por la causa del Evangelio. Pero no he querido hacer nada sin tu consentimiento, para que el favor que me haces no sea como por obligación, sino por tu propia voluntad.
Tal vez él fue apartado de ti por un breve tiempo, a fin de que lo recuperaras para siempre, pero ya no como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como hermano amadísimo. Él ya lo es para mí. ¡Cuánto más habrá de serlo para ti, no sólo por su calidad de hombre, sino de hermano en Cristo! Por lo tanto, si me consideras como compañero tuyo, recíbelo como a mí mismo.
Palabra de Dios.
En aquel tiempo, caminaba con Jesús una gran muchedumbre y él, volviéndose a sus discípulos, les dijo: “Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.
Porque, ¿quién de ustedes, si quiere construir una torre, no se pone primero a calcular el costo, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que, después de haber echado los cimientos, no pueda acabarla y todos los que se enteren comiencen a burlarse de él, diciendo: ‘Este hombre comenzó a construir y no pudo terminar’.
¿O qué rey que va a combatir a otro rey, no se pone primero a considerar si será capaz de salir con diez mil soldados al encuentro del que viene contra él con veinte mil? Porque si no, cuando el otro esté aún lejos, le enviará una embajada para proponerle las condiciones de paz.
Así pues, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo”.
Palabra del Señor.
Con Jesús camina una gran muchedumbre. El éxito del predicador parece depender del número de personas a las que convence su mensaje, de los que imitan su ejemplo, de los que siguen sus pasos, de los que lo reconocen como maestro. Jesús, sin embargo, evita todo triunfalismo. Precisamente cuando son muchos los que lo acompañan, establece las condiciones de su seguimiento. Y no son en modo alguno sencillas.
De hecho, Jesús exige a sus discípulos más de lo que cualquier ser humano puede de manera natural dar. Y más de lo que cualquier otro ser humano puede reclamar. Uno de los signos de la validez de su pretensión es precisamente lo que exige a sus seguidores. Todos los niveles de la vida personal quedan afectados: la relación familiar, tanto con padres como con esposa e hijos, hermanos y hermanas. Más aún, la relación con uno mismo. Jesús exige una preferencia total a Él. Y enseguida añade el deber de cargar la propia cruz. Sin esa disposición total de libertad y de opción, no se puede considerar discípulo.
A veces hemos valorado a la comunidad creyente a partir de sus números. En realidad, los números pueden equivaler a la muchedumbre que camina con Jesús. En sentido estricto, los discípulos auténticos deben asumir una responsabilidad mucho mayor que la de simples simpatizantes de Jesús. Deben ponerlo a Él en el centro de sus vidas, de manera radical, aceptar su enseñanza y esforzarse plenamente por acatarla. De otra manera, no se puede considerar verdaderos discípulos.
El “éxito” de la fe es, en realidad, cualitativo. No se mide por el número de los seguidores, sino por la calidad de su respuesta. El Señor no nos engaña. Más aun, nos pide llevar a cabo algo así como un “cálculo”, una previsión, de la propia disponibilidad. Los ejemplos de un hombre que calcula el costo de una torre antes de empezar a construirla o de un rey que debe ver si alcanza a combatir a su enemigo con su ejército, evitan caer en la trampa de la superficialidad en el discipulado. Y lo sella de manera inequívoca: quien no renuncie a todos sus bienes –¡a todos!– no puede ser su discípulo.
Las exigencias del Señor sólo confirman la plenitud que nos ofrece. No nos exigiría todo, si no estuviera listo para darnos Él mismo todo. Somos llamados a la santidad. No podemos conformarnos con menos.
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