La voz del Papa

Carta del Papa Francisco a los seminaristas y agentes de pastoral

1. Al inicio había pensado escribir un título que se refiriera a la formación sacerdotal, pero luego pensé que, de manera similar, estas cosas pueden decirse de la formación de todos los agentes de pastoral, así como de cualquier cristiano. Me refiero a la importancia que tiene la lectura de novelas y poemas en el camino de la maduración personal.

2. Con frecuencia, entre el aburrimiento de las vacaciones, el calor y la soledad de los barrios desolados, encontrar un buen libro de lectura llega a ser como un oasis que nos aleja de otras actividades que no nos hacen bien. Tampoco faltan los momentos de cansancio, de rabia, de decepción, de fracaso, y cuando ni siquiera en la oración conseguimos encontrar la quietud del alma, un buen libro, al menos, nos ayuda a ir sobrellevando la tormenta, hasta que consigamos tener un poco más de serenidad. Puede ser que esa lectura consiga abrir en nosotros nuevos espacios de interiorización que eviten que nos encerremos en esas anómalas ideas obsesivas que nos acechan irremediablemente. Antes de la llegada omnipresente de los medios de comunicación, redes sociales, teléfonos móviles y otros dispositivos, la lectura era una experiencia frecuente, y quienes la han vivido saben de lo que hablo. No es algo pasado de moda.

3. A diferencia de los medios audiovisuales, donde el contenido en sí es más completo, y el margen y el tiempo para “enriquecer” la narración o interpretarla suelen ser reducidos, en la lectura de un libro, el lector es mucho más activo. En cierta forma él reescribe la obra, la amplía con su imaginación, crea su mundo, utiliza sus habilidades, su memoria, sus sueños, su propia historia llena de dramatismo y simbolismo, y de este modo lo que resulta es una obra muy distinta de la que el autor pretendía escribir. Una obra literaria es, pues, un texto vivo y siempre fecundo, capaz de volver a hablar de muchas maneras y de producir una síntesis original en cada lector que encuentra. Al leer, el lector se enriquece con lo que recibe del autor, pero esto le permite al mismo tiempo hacer brotar la riqueza de su propia persona, de modo que cada nueva obra que lee renueva y amplía su universo personal.

4. Esto me lleva a valorar de modo muy positivo el hecho de que, al menos en algunos Seminarios, se logre abandonar la obsesión por las pantallas —y por las venenosas, superficiales y violentas noticias falsas— y se dedique tiempo a la literatura, a los momentos de lectura serena y libre, a hablar de esos libros, nuevos o viejos, que tanto nos siguen contando. Pero, en general, hay que constatar con pesar que, en el proceso formativo de quienes se preparan al ministerio ordenado, la atención a la literatura no encuentra actualmente un lugar conveniente. De hecho, ésta se considera a menudo como una forma de entretenimiento, es decir, como una expresión poco relevante de la cultura que no pertenece al camino de preparación y, por tanto, a la experiencia pastoral concreta de los futuros sacerdotes. Salvo pocas excepciones, la atención a la literatura se considera como algo no esencial. A este respecto, quisiera afirmar que este enfoque no es bueno. Es el origen de una forma de grave empobrecimiento intelectual y espiritual de los futuros sacerdotes, que se ven así privados de tener un acceso privilegiado al corazón de la cultura humana y más concretamente al corazón del ser humano, a través de la literatura.

5. Con este mensaje, quisiera proponer un cambio radical acerca de la atención que debe darse a la literatura en el contexto de la formación de los candidatos al sacerdocio. A este respecto, me parece muy apropiado lo que dice un teólogo:

«La literatura […] surge de la persona en lo que ésta tiene de más irreductible, en su misterio […]. Es la vida, que toma conciencia de sí misma cuando alcanza la plenitud de la expresión, apelando a todos los recursos del lenguaje». [1]

6. Así pues, la literatura tiene que ver, de un modo u otro, con lo que cada uno de nosotros busca en la vida, ya que entra en íntima relación con nuestra existencia concreta, con sus tensiones esenciales, su deseos y significados.

7. Esto lo aprendí desde joven, con mis estudiantes. Entre el 1964 y 1965, con 28 años, fui profesor de literatura en Santa Fe, en un colegio jesuita. Enseñaba los dos últimos años de bachillerato y tenía que asegurarme de que mis alumnos estudiaran El Cid. Pero a los chicos no les gustaba. Pedían leer a García Lorca. Así que decidí que estudiarían El Cid en casa, y durante las clases trataría a los autores que más les gustaban a los chicos. Por supuesto, ellos querían leer obras literarias contemporáneas. Pero a medida que leían esas cosas que les atraían en ese momento, fueron teniendo un gusto más general por la literatura, por la poesía, para luego pasar a otros autores. En definitiva, el corazón sigue buscando, y cada uno encuentra su propio camino en la literatura. [2] A mí, por ejemplo, me encantan los artistas trágicos, porque todos podríamos sentir sus obras como propias, como expresión de nuestros propios dramas. Llorando por el destino de los personajes, lloramos en el fondo por nosotros mismos y nuestro propio vacío, nuestras propias carencias, nuestra propia soledad. Por supuesto, no les pido que lean lo mismo que yo he leído. Cada cual encontrará aquellos libros que digan algo a su propia vida y se conviertan en verdaderos compañeros de viaje. No hay nada más contraproducente que leer algo por obligación, haciendo un esfuerzo considerable sólo porque otros han dicho que es imprescindible. No, debemos seleccionar nuestras lecturas con disponibilidad, sorpresa, flexibilidad, dejándonos aconsejar, pero también con sinceridad, tratando de encontrar lo que necesitamos en cada momento de nuestra vida.

Fe y cultura

8. Por otra parte, para un creyente que quiera sinceramente entrar en diálogo con la cultura de su tiempo, o simplemente con la vida de personas concretas, la literatura se hace indispensable. Con razón, el Concilio Vaticano II afirma que «la literatura y el arte […] se proponen expresar la naturaleza propia del hombre» y «presentar claramente las miserias y las alegrías de los hombres, sus necesidades y sus capacidades». [3] En efecto, la literatura se inspira en la cotidianidad de la vida, en sus pasiones y en sus propias experiencias, como «la acción, el trabajo, el amor, la muerte y todas las pequeñas grandes cosas que llenan la vida». [4]

9. ¿Cómo podemos penetrar en el corazón de las culturas, las antiguas y las nuevas, si ignoramos, desechamos y/o silenciamos sus símbolos, mensajes, creaciones y narraciones con los que plasmaron y quisieron revelar y evocar sus más bellas hazañas y los ideales más bellos, así como también sus actos violentos, miedos y pasiones más profundos? ¿Cómo hablar al corazón de los hombres si ignoramos, relegamos o no valoramos “esas palabras” con las que quisieron manifestar y, por qué no, revelar el drama de su propio vivir y sentir a través de novelas y poemas?

10. La misión de la Iglesia ha sabido desplegar toda su belleza, frescura y novedad en el encuentro con las diversas culturas —muchas veces gracias a la literatura— en las que ha echado raíces sin miedo a arriesgarse y a extraer de ellas lo mejor que ha encontrado. Es una actitud que la ha librado de la tentación de un solipsismo ensordecedor y fundamentalista que consiste en creer que sólo una específica gramática histórico-cultural tiene la capacidad de expresar toda la riqueza y profundidad del Evangelio. [5] Muchas de las profecías catastrofistas que hoy intentan sembrar la desesperanza, tienen su origen precisamente en este aspecto. El contacto con diferentes estilos literarios y gramaticales siempre nos permitirá profundizar en la polifonía de la Revelación, sin reducirla o empobrecerla a las propias necesidades históricas o a las propias estructuras mentales.

11. No es, pues, casualidad que el cristianismo primitivo, por ejemplo, haya percibido bien la necesidad de una estrecha confrontación con la cultura clásica de la época. Un padre de la Iglesia oriental como Basilio de Cesarea, por ejemplo, en su Discurso a los jóvenes, escrito entre los años 370 y 375, que probablemente dirigió a sus sobrinos, ensalzaba la belleza de la literatura clásica —producida por los éxothen (“los de fuera”) como él llamaba a los autores paganos— tanto en la argumentación, es decir, en los lógoi (“discursos”) que se utilizaban en la teología y la exégesis, como en el propio testimonio de vida, es decir, en los práxeis (“actos, comportamientos”) que se debían considerar en la ascética y la moral. Y concluía exhortando a los jóvenes cristianos a considerar a los clásicos como un ephódion (“viático”) para la propia educación y formación, obteniendo de ellos “provecho para el alma” (IV, 8-9). Y precisamente de ese encuentro del acontecimiento cristiano con la cultura de la época surgió una original reelaboración del anuncio evangélico.

12. Gracias al discernimiento evangélico de la cultura, es posible reconocer la presencia del Espíritu en la multiforme realidad humana, es decir, es posible captar la semilla ya plantada de la presencia del Espíritu en los acontecimientos, sensibilidades, deseos y tensiones profundas de los corazones y de los contextos sociales, culturales y espirituales. Por ejemplo, en los Hechos de los Apóstoles, donde se menciona la presencia de Pablo en el Areópago (cf. Hch 17,16-34), podemos reconocer un planteamiento similar. Pablo, hablando de Dios, afirma: «En efecto, en él vivimos, nos movemos y existimos, como muy bien lo dijeron algunos poetas de ustedes: “Nosotros somos también de su raza”» ( Hch 17,28). En este versículo encontramos dos citas: una indirecta en la primera parte, que cita al poeta Epiménides (s. VI a.C.), y otra directa, que cita los Phaenomena del poeta Arato de Silo (s. III a.C.), que versa sobre las constelaciones y los signos del buen y mal tiempo. Aquí, «Pablo se revela como “lector” de poesía y deja intuir su manera de acercarse al texto literario que no puede dejarnos sin reflexionar sobre un discernimiento evangélico de la cultura. Los atenienses lo definieron como spermologos, es decir, “cuervo, parlanchín, charlatán”, pero literalmente “recolector de semillas”. Aquello que sin duda era un insulto, parece, paradójicamente, una profunda verdad. Pablo recoge las semillas de la poesía pagana y, superando una actitud anterior de profunda indignación (cf. Hch 17,16), llega a reconocer a los atenienses como “muy religiosos” y ve en aquellas páginas de su literatura clásica una verdadera preparatio evangelica». [6]

13. ¿Qué es lo que hizo Pablo? Él comprendió que «la literatura descubre los abismos que habitan en el hombre, mientras que la revelación, y luego la teología, los remontan para mostrar cómo Cristo viene a atravesarlos e iluminarlos». [7] En la dirección de estos abismos, la literatura es, pues, una «vía de acceso» [8] que ayuda al pastor a entrar en un diálogo fecundo con la cultura de su tiempo.

Jamás un Cristo sin carne

14. Antes de profundizar en las razones específicas por las cuales hay que promover la atención a la literatura en el camino de formación de los futuros sacerdotes, permítanme hacer alusión a un pensamiento sobre el contexto religioso actual: «La vuelta a lo sagrado y las búsquedas espirituales que caracterizan a nuestra época son fenómenos ambiguos. Más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne». [9] Por lo tanto, la urgente tarea de anunciar el Evangelio en nuestro tiempo requiere de los creyentes y particularmente de los sacerdotes, el compromiso de que todos puedan encontrarse con un Jesucristo hecho carne, hecho hombre, hecho historia. Debemos cuidar que nunca se pierda de vista la “carne” de Jesucristo; esa carne hecha de pasiones, emociones, sentimientos, relatos concretos, manos que tocan y sanan, miradas que liberan y animan; de hospitalidad, perdón, indignación, valor, arrojo. En una palabra, de amor.

15. Y es precisamente en este ámbito que una asidua frecuencia de la literatura puede hacer a los futuros sacerdotes y a todos los agentes pastorales más sensibles aún a la plena humanidad del Señor Jesús, en la que se expande plenamente su divinidad, y anunciar el Evangelio de tal modo que todos, realmente todos, puedan experimentar qué verdadero es lo que dice el Concilio Vaticano II: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado». [10] Esto no significa el misterio de una realidad abstracta, sino el misterio de ese ser humano concreto, con todas las heridas, deseos, recuerdos y esperanzas de su vida.

Un gran bien

16. Desde un punto de vista pragmático, muchos científicos sostienen que el hábito de la lectura produce efectos muy positivos en la vida de la persona; la ayuda a adquirir un vocabulario más amplio y, por consiguiente, a desarrollar diversos aspectos de su inteligencia. También estimula la imaginación y la creatividad. Al mismo tiempo, esto permite aprender a expresar los propios relatos de una manera más rica. Además, mejora la capacidad de concentración, reduce los niveles de deterioro cognitivo, calma el estrés y la ansiedad.

17. Mejor aún: nos prepara para comprender y, por tanto, para afrontar las diferentes situaciones que pueden presentarse en la vida. En la lectura nos zambullimos en los personajes, en las preocupaciones, en los dramas, en los peligros, en los miedos de las personas que finalmente han superado los desafíos de la vida, o quizás durante la lectura damos consejos a los personajes que después nos servirán a nosotros mismos.

18. En el intento de seguir animando a la lectura, cito con gusto algunos textos de autores muy conocidos, que nos enseñan mucho con pocas palabras.

Las novelas desencadenan en nosotros, «por una hora, todas las dichas y desventuras posibles, de esas que en la vida tardaríamos muchos años en conocer unas cuantas, y las más intensas de las cuales se nos escaparían, porque la lentitud con que se producen nos impide percibirlas». [11]

«Al leer buena literatura me convierto en un millar de hombres y sigo siendo yo mismo. Como el cielo nocturno del poema griego, veo con miles de ojos, pero sigo siendo yo quien ve. Entonces, como en la fe, en el amor, en acción moral y en conocimiento; me trasciendo a mí mismo, nunca realmente soy más yo que cuando lo hago». [12]

19. De todos modos, mi intención no es detenerme solamente en este nivel de utilidad personal, sino reflexionar sobre las razones más decisivas para despertar el amor por la lectura.

Escuchar la voz de alguien

20. Cuando pienso en la literatura, me viene a la mente lo que el gran escritor argentino Jorge Luis Borges [13] decía a sus estudiantes: lo más importante es leer, entrar en contacto directo con la literatura, sumergirse en el texto vivo que tenemos delante, más que fijarse en las ideas y en los comentarios críticos. Y Borges explicaba esta idea a sus estudiantes diciéndoles que quizás al comienzo iban a entender poco de lo que estaban leyendo, pero que en todo caso habrían escuchado “la voz de alguien”. Esta es una definición de literatura que me gusta mucho: escuchar la voz de alguien. Y no nos olvidemos qué peligroso es dejar de escuchar la voz de otro que nos interpela. Caemos rápidamente en el aislamiento, entramos en una especie de sordera “espiritual”, que incide negativamente también en la relación con nosotros mismos y en la relación con Dios, más allá de cuanta teología o psicología hayamos podido estudiar.

21. Recorriendo este camino, que nos vuelve sensibles al misterio de los otros, la literatura hace que aprendamos a tocar sus corazones. ¿Cómo no recordar en este tema las valientes palabras que san Pablo VI dirigió a los artistas y, por lo tanto, a los escritores, el 7 de mayo de 1964? Decía: «Tenemos necesidad de vosotros. Nuestro ministerio tiene necesidad de vuestra colaboración. Pues, como sabéis, nuestro ministerio es el de predicar y hacer accesible y comprensible, más aún, emotivo, el mundo del espíritu, de lo invisible, de lo inefable, de Dios. Y en esta operación que trasvasa el mundo invisible en fórmulas accesibles, inteligibles, vosotros sois maestros» [14]. Esta es la cuestión: la tarea de los creyentes, y en particular de los sacerdotes, es precisamente “tocar” el corazón del ser humano contemporáneo para que se conmueva y se abra ante el anuncio del Señor Jesús y, en este esfuerzo, la contribución que la literatura y la poesía pueden ofrecer es de un valor inigualable.

22. T.S. Eliot, el poeta a quien el espíritu cristiano le debe obras literarias que han marcado la contemporaneidad, ha definido justamente la crisis religiosa moderna como una crisis con una “incapacidad emotiva” [15] generalizada. A la luz de esta lectura de la realidad, hoy el problema de la fe no es en primera instancia el de creer más o creer menos en las proposiciones doctrinales. Está más bien relacionado con la incapacidad de muchos para emocionarse ante Dios, ante su creación, ante los otros seres humanos. Se plantea aquí, por tanto, la tarea de sanar y enriquecer nuestra sensibilidad. Por eso, al regresar del Viaje Apostólico en Japón, cuando me preguntaron qué ha de aprender Occidente de Oriente, respondí: «creo que Occidente carece de un poco de poesía» [16].

Una forma de ejercicio del discernimiento

23. ¿Qué obtiene entonces el sacerdote de este contacto con la literatura? ¿Por qué es necesario considerar y promover la lectura de las grandes obras literarias como un elemento importante de la paideia sacerdotal? ¿Por qué es importante recuperar e implementar en el itinerario formativo de los candidatos al sacerdocio la intuición, delineada por el teólogo Karl Rahner, de una afinidad espiritual profunda entre sacerdote y poeta? [17]

24. Intentemos responder a estos interrogantes escuchando las consideraciones del teólogo alemán. [18] Las palabras del poeta, escribe Rahner, son “palabras de anhelo”, son «puertas abiertas a lo infinito, sin medida. Llaman lo innominado, se alargan a lo inasible. […] La abertura al infinito que es el arte no puede dar lo infinito, el Infinito». De hecho, esto es propio de la Palabra de Dios, y —prosigue Rahner— «la palabra poética llama a la Palabra de Dios». [19] Para los cristianos la Palabra de Dios y todas las palabras humanas dejan el rastro de una intrínseca nostalgia de Dios, tendiendo hacia esa Palabra. Se puede decir que la palabra verdaderamente poética participa analógicamente de la Palabra de Dios, como nos la presenta de manera sobrecogedora la Carta a los Hebreos (cf. Hb 4,12-13).

25. De este modo, Karl Rahner puede establecer un hermoso paralelismo entre el sacerdote y el poeta: «Sólo ella puede redimir lo que constituye la última cárcel de las realidades no dichas, la mudez de su referencia a Dios». [20]

26. En la literatura también están en juego cuestiones de forma de expresión y de sentido. Esta representa por tanto una forma de ejercicio de discernimiento, que afina las capacidades sapienciales de escrutinio interior y exterior del futuro sacerdote. El lugar en el que se abre esta vía de acceso a la propia verdad es la interioridad del lector, implicado directamente en el proceso de la lectura. Así, por tanto, se despliega el escenario del discernimiento espiritual personal, donde no faltarán las angustias e incluso las crisis. Son numerosas, en efecto, las páginas literarias que pueden responder a la definición ignaciana de «desolación».

27. «Llamo desolación […] la oscuridad del ánima, turbación en ella, moción a las cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, moviendo a infidencia, sin esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste y como separada de su Criador y Señor». [21]

28. El dolor o el tedio que se experimentan al leer ciertos textos no son necesariamente malos o sensaciones inútiles. El mismo Ignacio de Loyola había notado que en «los que proceden de mal en peor» el buen espíritu actúa provocando inquietud, agitación, insatisfacción. [22] Esta sería la aplicación literal de la primera regla ignaciana del discernimiento de espíritus, reservada a los que «van de pecado mortal en pecado mortal»; en tales personas el buen espíritu se comporta «punzándoles y remordiéndoles las conciencias por el sindérese de la razón» [23] para conducirlas al bien y a la belleza.

29. Se comprende así que el lector no es el destinatario de un mensaje edificante, sino una persona que está inducida activamente a adentrarse en un terreno poco seguro, donde los confines entre salvación y perdición no están definidos y separados a priori. El ejercicio de la lectura es, entonces, como un ejercicio de “discernimiento”, gracias al cual el lector está implicado en primera persona como “sujeto” de lectura y, al mismo tiempo, como “objeto” de lo que lee. Leyendo una novela o una obra poética, en realidad el lector vive la experiencia de “ser leído” por las palabras que lee. [24] Así el lector es semejante a un jugador en el campo; juega y al mismo tiempo el juego se hace por medio suyo, en el sentido de que él está totalmente involucrado en lo que realiza. [25]

Atención y digestión

30. En cuanto al contenido, se debe reconocer que la literatura es como “un telescopio” —según la célebre imagen acuñada por Proust [26]— enfocado en los seres y en las cosas, imprescindible para concentrarse en “la gran distancia” que lo cotidiano traza entre nuestra percepción y el conjunto de la experiencia humana. «La literatura es como un laboratorio fotográfico, en el que es posible elaborar las imágenes de la vida», [27] a fin de que descubran sus delimitaciones y matices. Esto es para lo que “sirve” la literatura, para “desarrollar” las imágenes de la vida, para preguntarnos sobre su significado. En pocas palabras, sirve para hacer eficazmente experiencia de vida.

31. A decir verdad, nuestra visión ordinaria del mundo está de algún modo “reducida” y limitada por la presión que ejercen en nuestro actuar los propósitos operativos e inmediatos. Incluso el servicio —cultual, pastoral, caritativo— puede volverse un imperativo que oriente nuestra fuerza y atención sólo en los objetivos que hay que alcanzar. Sin embargo, como nos recuerda Jesús en la parábola del sembrador, la semilla necesita caer en un terreno profundo para madurar fecundamente con el tiempo, sin ser sofocada por la superficialidad o por las espinas (cf. Mt 13,18-23). Así, el riesgo consiste en caer en un eficientismo que banaliza el discernimiento, empobrece la sensibilidad y reduce la complejidad. Por eso es necesario y urgente contrarrestar esta inevitable aceleración y simplificación de nuestra vida cotidiana, aprendiendo a tomar distancia de lo inmediato, a desacelerar, a contemplar y a escuchar. Esto es posible cuando una persona se detiene a leer un libro por el gusto de hacerlo.

32. Es necesario recuperar modos acogedores de relacionarnos con la realidad, no estratégicos ni orientados directamente a un resultado, en los que sea posible dejar aflorar el desbordamiento infinito del ser. Distancia, lentitud y libertad son rasgos de una aproximación a la realidad que encuentra en la literatura una forma de expresión no exclusiva, sino privilegiada. En este sentido, la literatura se vuelve un gimnasio en el que se entrena la mirada para buscar y explorar la verdad de las personas y de las situaciones como misterio, como una carga de un exceso de sentido, que sólo puede ser parcialmente manifestada en categorías, en esquemas explicativos, en dinámicas lineares de causa-efecto y medio-fin.

33. Otra hermosa imagen para hablar del rol de la literatura viene de la fisiología, del aparato humano y, en particular, del acto de la digestión. La ruminatio de la vaca es su modelo, como afirmaban el monje Guillaume de Saint-Thierry, del siglo XI, y el jesuita Jean-Joseph Surin, del siglo XVII. Este último habla también del “estómago del alma” y el jesuita Michel De Certeau señaló una verdadera “fisiología de la lectura digestiva”. [28] Efectivamente, la literatura expresa nuestra presencia en el mundo, lo asimila y lo “digiere”, captando lo que va más allá de la superficie de la experiencia; sirve entonces para interpretar la vida, discerniendo sus significados y tensiones fundamentales. [29]

Ver a través de los ojos de los demás

34. En cuanto a la forma del discurso, pasa lo siguiente: leyendo un texto literario, nos ponemos en la condición de «ver también por otros ojos», [30] ampliando la perspectiva que expande nuestra humanidad. De este modo, se activa en nosotros el empático poder de la imaginación, que es un vehículo fundamental para esa capacidad de identificarse con el punto de vista, la condición y el sentimiento de los demás, sin la cual no existe la solidaridad ni se comparte, no hay compasión ni misericordia. Leyendo descubrimos que lo que sentimos no es sólo nuestro, es universal, y de este modo, ni siquiera la persona más abandonada se siente sola.

35. La diversidad maravillosa del ser humano y la pluralidad diacrónica y sincrónica de culturas y saberes se configuran en la literatura con un lenguaje capaz de respetarlas y expresar su variedad, pero, al mismo tiempo, se traducen en una gramática simbólica del sentido que nos las hace, no extrañas, sino inteligibles y compartidas. La originalidad de la palabra literaria está en el hecho de que expresa y transmite la riqueza de la experiencia sin objetivarla en la representación descriptiva del saber analítico o en el examen normativo del juicio crítico, sino como contenido del esfuerzo de la expresión e interpretación que buscan dar sentido a la experiencia en cuestión.

36. Cuando se lee un relato, gracias a la visión del autor, cada quien imagina a su modo el llanto de una joven abandonada, la anciana cubriendo el cuerpo de su nieto dormido, la pasión de un pequeño emprendedor que trata de salir adelante a pesar de las dificultades, la humillación de quien se siente criticado por todos, el joven que sueña en una vida miserable y violenta como única salida al dolor. A medida que identificamos rastros de nuestro mundo interior en medio de esas historias, nos volvemos más sensibles frente a las experiencias de los demás, salimos de nosotros mismos para entrar en lo profundo de su interior, podemos entender un poco más sus fatigas y deseos, vemos la realidad con sus ojos y finalmente nos volvemos sus compañeros de camino. De este modo, nos sumergimos en la existencia concreta e interior del verdulero, de la prostituta, del niño que crece sin padres, de la esposa del albañil, de la viejita que aún cree que encontrará su príncipe azul. Y esto lo podemos hacer con empatía y, a veces, con tolerancia y comprensión.

37. Jean Cocteau escribió a Jacques Maritain: «la literatura es imposible. Es necesario salir de uno a través de la literatura; sólo el amor y la fe nos permiten salir de nosotros mismos». [31]Pero, ¿en verdad salimos de nosotros mismos si no arden en el corazón los sufrimientos y alegrías de los demás? Prefiero pensar que, siendo cristianos, nada que sea humano nos es indiferente.

38. Asimismo, la literatura no es relativista, porque no nos despoja de criterios de valor. La representación simbólica del bien y del mal, de lo verdadero y lo falso, como dimensiones que en la literatura toman forma de existencias individuales y de acontecimientos históricos colectivos, no neutraliza el juicio moral, sino que le impide que se vuelva ciego o superficialmente condenatorio. Jesús nos interpela: «¿Por qué te fijas en la paja que está en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que está en el tuyo?»(Mt 7,3).

39. Y al contemplar la violencia, limitación o fragilidad de los demás tenemos la posibilidad de reflexionar mejor sobre la nuestra. Al abrir al lector a una visión amplia de la riqueza y la miseria de la experiencia humana, la literatura educa su mirada a la lentitud de la comprensión, a la humildad de la no simplificación y a la mansedumbre de no pretender controlar la realidad y la condición humana a través del juicio. Es cierto que es necesario el juicio, pero nunca hay que olvidar su alcance limitado; en efecto, este nunca debe desembocar en una condena a muerte, en una eliminación, en la supresión de la humanidad en beneficio de una árida absolutización de la ley.

40. La mirada de la literatura forma al lector en la descentralización, en el sentido del límite, en la renuncia al dominio, cognitivo y crítico, en la experiencia, enseñándole una pobreza que es fuente de extraordinaria riqueza. Al reconocer la inutilidad y quizá también la imposibilidad de reducir el misterio del mundo y el ser humano a una antinómica polaridad de verdadero/falso o justo/injusto, el lector acoge el deber del juicio no como un instrumento de dominio sino como un impulso hacia la escucha incesante y como disponibilidad para ponerse en juego en esa extraordinaria riqueza de la historia debida a la presencia del Espíritu, que se da también como gracia; es decir, como acontecimiento imprevisible e incomprensible que no depende de la acción humana, sino que redefine al ser humano como esperanza de salvación.

El poder espiritual de la literatura

41. Confío en haber puesto de manifiesto, en estas breves reflexiones, el papel que la literatura puede desarrollar educando el corazón y la mente del pastor o del futuro pastor en la dirección de un ejercicio libre y humilde de la propia racionalidad, de un reconocimiento fecundo del pluralismo de los lenguajes humanos, de una extensión de la propia sensibilidad humana y, en conclusión, de una gran apertura espiritual para escuchar la Voz a través de tantas voces.

42. En este sentido la literatura ayuda al lector a destruir los ídolos de los lenguajes autorreferenciales, falsamente autosuficientes, estáticamente convencionales, que a veces corren el riesgo de contaminar también el discurso eclesial, aprisionando la libertad de la Palabra. La palabra literaria pone en movimiento el lenguaje, lo libera y lo purifica; en definitiva, lo abre a las propias ulteriores posibilidades expresivas y explorativas, lo hace capaz de albergar la Palabra que se instala en la palabra humana, no cuando esa se autocomprende como saber ya completo, definitivo y acabado, sino cuando se convierte en vigilante escucha y espera de Aquel que viene para “hacer nuevas todas las cosas” (cf. Ap 21,5).

43. El poder espiritual de la literatura evoca, por último, la tarea primordial confiada al hombre por Dios, la labor de “dar nombre” a los seres y a las cosas (cf. Gn 2,19-20). La misión de custodiar la creación, asignada por Dios a Adán, pasa en primer lugar por el reconocimiento de la realidad propia y del sentido que tiene la existencia de los otros seres. El sacerdote también está investido de este papel originario de “poner nombre”, de dar sentido, de hacerse instrumento de comunión entre la creación y la Palabra hecha carne, y del poder de iluminación de cualquier aspecto de la condición humana.

44. De esa manera, la afinidad entre el sacerdote y el poeta se manifiesta en esta misteriosa e indisoluble unión sacramental entre la Palabra divina y la palabra humana, dando vida a un ministerio que se convierte en servicio pleno de escucha y de compasión, a un carisma que se hace responsabilidad, a una visión de la verdad y del bien que se abren como belleza. No podemos renunciar a escuchar las palabras que nos ha dejado el poeta Paul Celan: «Quien realmente aprende a ver se acerca a lo invisible». [32]

Dado en Roma, junto a San Juan de Letrán, el 17 de julio del año 2024, décimo segundo de mi Pontificado.

FRANCISCO

Con información de Vatican Va

DLF Redacción

La redacción de Desde la fe está compuesta por sacerdotes y periodistas laicos especializados en diferentes materias como Filosofía, Teología, Espiritualidad, Derecho Canónico, Sagradas Escrituras, Historia de la Iglesia, Religiosidad Popular, Eclesiología, Humanidades, Pastoral y muchas otras. Desde hace 25 años, sacerdotes y laicos han trabajado de la mano en esta redacción para ofrecer los mejores contenidos a sus lectores.

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