Definitivamente son pocas las personas que se preparan para recibir la muerte, y menos si ésta parece llegar de pronto. Pero este no es el caso del padre Fortunato Cruz Gómez, sacerdote de la Arquidiócesis de México, quien aquella noche se vistió elegantemente y se recostó en su cama para entregar cuentas a Dios; sin embargo, una llamada equivocada le salvó la vida.
Desde hace varios años, el padre Fortunato desempeña su ministerio en la Parroquia Divina Institución de la colonia Morelos, en las inmediaciones del barrio bravo de Tepito, Ciudad de México. Como buen tabasqueño, su forma de ser: cercana, sencilla, alegre y dicharachera, le ha ganado el aprecio de los vecinos y comerciantes. Es toda una personalidad en aquella zona.
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Cuenta el sacerdote que por allá de mediados de 2020, mientras recibía varias despensas para repartir entre la comunidad más vulnerable, la persona que las llevaba iba enferma de covid-19 y estornudó fuertemente frente a él. Inmediatamente se preocupó porque él se había quitado el cubrebocas ya que se encontraba agitado de cargar las cajas.
Sigue contando: “El viernes por la mañana -unos días después- me hice la prueba covid (quedaron de enviarme después los resultados) y me trasladé a Querétaro para ver a unos familiares; al día siguiente regresé aquí a la parroquia. Para entonces ya tenía un fuerte dolor de garganta. Estando en Querétaro, una prima me había inyectado un antiviral y el domingo un feligrés me hizo el favor de ponerme otra dosis de la misma sustancia. Pensé que con eso estaría mejor”. Pero no fue así.
El sacerdote se encontraba sólo en la parroquia cuando el lunes por la tarde-noche prácticamente ya no podía respirar. Con mucho esfuerzo tomó las llaves del auto e intentó salir para buscar un lugar donde le pudieran poner oxígeno, pero al tratar de quitar el candado superior del zaguán se desvaneció. Como pudo llegó hasta su cuarto, ubicado a mitad del pasillo de la casa parroquial.
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“Pensé, aquí voy a quedar, pero si me van a encontrar muerto, que sea bien vestido. Entonces, como pude, tomé mi guayabera más elegante, me puse unos zapatos que me habían regalado y que nunca había usado, y me acosté en mi cama. Mi cuerpo ya estaba morado por la falta de oxígeno. Ya no respiraba casi nada”.
Pero a eso de las 2am del día martes, el padre Fortunato recordó que había dejado, en un lugar que nadie conocía, unos papeles importantes, así que hizo el esfuerzo por tomar el celular y llamar a su hermano para explicarle, esperando que pudiera comprender lo que le decía, ya que prácticamente no podía hablar. Sin embargo, al querer marcar el número de su familiar, llamó por accidente a un seminarista con el que había estado en comunicación días antes. Aquel seminarista se había encargado de dar seguimiento a un sacerdote enfermo de covid-19, y al percatarse de lo que tenía, le dio un consejo.
“Padre, usted no se va a morir, tome vic-vaporub y métaselo en la boca, no se lo coma, sólo trate de respirar despacito, muy despacito”, le dijo el seminarista, y el sacerdote siguió la indicación.
Narra el padre Fortunato que eran como las 4am cuando sintió de pronto que una espada le atravesaba los pulmones: “Fue un dolor muy fuerte, pero no era ninguna espada, era el aire fresco que estaba entrando despacio en los pulmones. Por la mañana, mis manos ya no estaban moradas y comenzaba a moverlas un poco más”.
Al día siguiente, enteró de aquello que le había pasado a algunos feligreses, y éstos se organizaron para atenderlo en los días subsecuentes, dándole comida y medicamentos. Fueron 20 días difíciles en los que, por las noches –dice- lo único que quería era no tener aquella sensación terrible de quedarme sin oxígeno.
Al término de esos 20 días –cuenta ahora entre risas el padre Fortunato- le llegaron los resultados de la prueba covid-19, en los que le informaban que, lamentablemente, estaba contagiado del virus. “¡Ya pa’ qué!”.
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