Jesús es pobre. Desde su nacimiento como un marginado social, alguien que no encontró lugar en la casa de los hombres, hasta su muerte como un delincuente que recibió entierro de limosna porque Él no tenía dónde reclinar su cabeza, Jesús fue pobre porque fue su opción.
Y esa opción libre lo hizo solidario no sólo con los desposeídos, sino con todos los hombres de la tierra. Ante Jesús, rico en misericordia, todos somos pobres necesitados de ella.
Pero hay quienes no tienen opción; son pobres porque no les queda de otra, a pesar suyo. A pesar de que luchan cada instante por conseguir el pan de cada día o a pesar de que ya no luchan porque se han quedado sin fuerzas. Y esa pobreza no es ni poética ni bella, no es ni siquiera evangélica; es fea y antiestética, ataca al buen gusto… y a la conciencia.
Esa pobreza no es pobreza; es miseria. Es no tener lo necesario para poder, ya no digamos vivir con dignidad, sino ni siquiera para sobrevivir. La miseria es un pecado que clama al cielo y, aunque no lo creamos, Dios escucha el grito de los pobres. Escucha y llora con ellos.
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La miseria no es pecado del miserable; es un pecado contra el miserable. Alguien se indigesta con el pan que le toca, alguien tiene una colección de zapatos mientras él camina descalzo.
¿Quién es el pecador? Hay países que viven en estado de pecado, que fabrican pobres porque les conviene; hay empresarios que comen su pan con el sudor del de enfrente.
“¡Ay de ustedes los ricos!”, diría Jesús, pero a los ricos no les importa porque siempre encontrarán pastores que tranquilicen sus conciencias hablándoles de la pobreza espiritual. “¡Qué bueno que yo no soy rico!”, podemos decir mientras gozamos el fruto de nuestro salario, pero no podemos menos que sentirnos molestos cuando vemos la pobreza de nuestros hermanos.
Es cierto que siempre habrá pobres, pero también es cierto que la solidaridad de los cristianos alivia, por lo pronto, la situación emergente de miseria. Ya sabemos que el asistencialismo no es remedio para la pobreza. Ya sabemos que repartir dinero a manos llenas entre los pobres sólo provoca y causa dependencia y esclavitud, pero el que tiene hambre en este momento lo único que quiere es poder comer, ya después, Dios dirá.
Por eso se justifican las despensas parroquiales y los comedores para pobres, no porque vayan a remediar la pobreza del mundo, sino porque para algún pobre, en concreto, son el remedio de su hambre bien concreta.
Mientras podemos crear fuentes de trabajo o construir escuelas y hospitales, demos de comer al hambriento y seremos benditos de Dios.
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