“Si nuestra esperanza en Cristo se redujera tan sólo a las cosas de esta vida, seríamos los más infelices de todos los hombres” (1Cor. 15, 19).
Esta afirmación tan contundente del apóstol San Pablo debe ayudarnos a entender la página del Evangelio (Lc. 6,17,20-26) y confirmar la Primera Lectura (Jer. 17,5-8)) que hemos escuchado.
En las bienaventuranzas que acabamos de escuchar –tomadas del Evangelio de Lucas (Lc. 6,17,20-26)– no se trata de que el pobre es dichoso simplemente por ser pobre, sino que el pobre, al igual que el hambriento, el que llora, el que recibe el bullying, el que es aborrecido, los que reciben insultos y maldiciones que no se merecen, que son injustas, serán dichosos, pero no por lo que están viviendo, sino porque dentro de ellos, en su interior, habita el Espíritu de Dios, que les da una fortaleza tal que pueden superar cualquier adversidad.
En cambio, Jesús dice: “Ay de ustedes los ricos porque ya tienen su consuelo” (Lc. 6, 24). Aquí está la clave: no se trata simplemente de decir que las riquezas y los dones de la naturaleza que podemos obtener son causa de nuestra desdicha. No. La desdicha ocurre cuando nosotros ponemos ahí toda nuestra finalidad de la vida.
Y podemos entenderlo mejor si, como creo yo, todos los aquí presentes hemos hecho alguna vez un camino de peregrinación. Ustedes han venido a la Basílica como peregrinos, y así tenemos esta experiencia tan inculturada en nuestro pueblo mexicano: nos encantan las peregrinaciones, pero es sumamente importante descubrir el fondo de esta tradición. ¿Qué pasa cuando peregrinamos? Sabemos que tenemos que llegar al objetivo de nuestra peregrinación y en el camino podemos tener muchas circunstancias adversas. ¿Pero qué hacemos?, ¿nos quedamos ahí? No. Las superamos para llegar a la meta.
En la peregrinación siempre hay circunstancias adversas, pero el objetivo de llegar allá, a la meta donde peregrinamos, nos da la fuerza para no decaer, para no quedarnos en el camino. Este ejemplo ayuda a entender por qué nosotros tenemos que generar esta experiencia de confianza en Dios que expresaba la Primera Lectura: “Dichoso el hombre –dice el profeta Jeremías– que confía en el Señor y en Él pone su esperanza” (Jer. 17,7).
La esperanza se genera con la confianza, saber que hay alguien que me ama, me acompaña, y que siempre cuento con Él, pero también me genera la esperanza cuando sé cuál es el objetivo de mi vida.
El objetivo de nuestra vida no son las cosas que necesitamos para vivir en esta peregrinación terrena, son ayudas, son necesarias: comer, beber, vestirse, tener una casa, tener empleo e ingreso, tener dignidad en la vida, pero no nacimos para eso, nacimos para ser peregrinos, porque nuestro destino es la Casa del Padre.
Si perdemos de vista la experiencia de trascendencia de que nuestra vida no termina con la muerte –como dice San Pablo–, sino termina como la vida de Cristo crucificado que resucita de entre los muertos, así también nosotros resucitaremos como Él.
Este es el punto fundamental de nuestra fe: si no creemos en esto y si no lo hacemos, nuestra experiencia es vana, toda religiosidad no tiene sentido.
Debemos, pues, crecer en la relación con quien nos espera al final de nuestra vida, con quien nos acompaña en esta peregrinación, y entonces sí entenderemos perfectamente ese ejemplo que ofrece el Profeta Jeremías: “El hombre que confía en el Señor y pone en Él su esperanza, será como un árbol plantado junto al agua, siempre tendrá para seguir viviendo, que hunde en la corriente sus raíces, y cuando llega el calor, no lo sentirá, y sus hojas se conservarán siempre verdes, en año de sequía no se marchitará ni dejará de dar frutos” (Jer. 17,7).
¿Cuál es esta corriente de agua en la cual nosotros podemos poner nuestras raíces y ser un árbol que jamás se marchite, que siempre tenga el esplendor del verde de sus hojas, que siempre dé fruto? Es Cristo el Señor, es Cristo-Eucaristía, es Cristo en esta misma Palabra de Dios, es Cristo a quien seguimos, es nuestro modelo, nuestro camino, es la verdad.
Hoy, ante esta Palabra de Dios, hermanos, confiemos como María, que creyó en esa Palabra, que vivió momentos dolorosos acompañando a su Hijo Jesús, pero que tenía claro que su destino era como el de su Hijo: llegar a la Casa del Padre.
Pidámosle a María de Guadalupe que nos dé siempre esta visión, de que somos peregrinos y que nuestro destino es la Casa de nuestro Padre Dios.
¡Que así sea!
+Carlos Cardenal Aguiar Retes
Arzobispo Primado de México
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