“Cumpliré la promesa que hice a la Casa de Israel y a la casa de Judá” (Jer. 33, 14)

Así hemos escuchado al Profeta Jeremías anunciar que la promesa de Dios se cumplirá.  ¿A qué promesa se refiere y de qué manera se ha realizado?

Este texto es muy propio para ayudarnos a vivir el tiempo que hoy iniciamos, el tiempo del Adviento, el tiempo de generar en nosotros la esperanza, una esperanza bien fundamentada, como explicaba hace ya tiempo el Papa Benedicto XVI en su encíclica Spe Salvi. La esperanza debe ser tangible, no debe de ser simplemente un concepto, una idea, sino tenemos que tener algo que ya nos dé la garantía de que lo que anhelamos, que empiece a suceder, es decir, que ya experimentemos algún signo evidente de esa esperanza.

Esta es la finalidad del tiempo del Adviento, este texto del profeta Jeremías: “cumpliré la promesa que hice a la Casa de Israel y a la Casa de Judá” (Jer. 33, 14),  dice a continuación que un descendiente, un vástago del rey David, vendrá y hará que Jerusalén, la ciudad por excelencia en el Antiguo Testamento, la llamarán “el Señor es nuestra justicia”.

Y esta promesa, hoy, nosotros, 2018 años después de que ya se cumplió, la debemos revivir, reconocer, descubrir, por si acaso nos hemos olvidado o no hemos recibido la suficiente información y la formación sobre en qué consiste esta promesa cumplida en la persona de Jesucristo.

Jesucristo sobrepasó la promesa. Según el profeta Jeremías iba a ser simplemente un descendiente del rey David que iba a traer la justicia y que iba a ejercer esa justicia, pero nunca imaginó el pueblo de Israel que no surgiría simplemente una persona con esta capacidad, con esta posibilidad real, un ser humano; nunca imaginó que iba a ser el Verbo Encarnado, la presencia del Hijo de Dios hecho hombre, que el mismo Dios viviera como uno de nosotros, nacido de María.

Por eso el tiempo del Adviento es el caminar hacia la gran fiesta de la Navidad, de recordar esta encarnación del Hijo de Dios, pero también nos ilumina recordar que esa promesa se cumple en Jesucristo. Porque en Jesucristo, en el tiempo que vivió, en su vida terrestre, fue la garantía para nosotros de que recibiremos, si así lo queremos, la vida divina en nuestra propia vida humana, porque Él era Hijo de Dios, traía la vida divina y se encarnó, asumió la vida humana en su propia persona.

Cuando fuimos bautizados en Jesucristo, también recibimos esa real posibilidad de tener estas dos dimensiones en nuestra experiencia humana, y eso es lo que va nutriendo –para quienes ya lo experimentamos así– la fortaleza interior para seguir las recomendaciones que el Evangelio de hoy sugiere, y que ilumina también la segunda lectura del apóstol San Pablo (1Ts  3, 12-4, 2).

Primero, afirma claramente Jesucristo en el texto de hoy, que estemos alerta cuando suceden catástrofes, como las que hemos vivido en nuestro país con los terremotos o con los huracanes. Nos llena de terror cuando la naturaleza desata estas fuerzas internas y nos provoca daños a quienes vivimos en ese entorno geográfico, pero Jesús afirma: “Estén alerta para que los vicios, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida no entorpezcan su mente” (Lc. 21-34).

Cuando nosotros no tenemos esta mirada y este descubrimiento interno de la vida interior que proporciona la participación en Jesucristo, que nos hace tener esta fuerza, esta gracia, como le llamamos tradicionalmente, esta ayuda divina en nuestro interior, entonces nos llenamos de terror, de angustia e incluso del deseo de la muerte. En cambio, nosotros estamos llamados para la vida, y la vida eterna.

Por eso estén alertas, ésta es la preocupación constante que debemos asumir, que no nos haga esclavos los vicios que suscitan nuestras pasiones desordenadas, la embriaguez, el perder el control de nosotros mismos, o las mismas preocupaciones de esta vida. Y, ¿cómo haremos para que esta alerta sea eficaz?, dice el mismo Jesús: velen y hagan oración continuamente para que puedan escapar de todo lo que ha de suceder (Lc. 21-36).

Nos recomienda esta relación para tomar conciencia de la vida divina en nuestro interior, eso es la oración. Claro que de niños aprendimos oraciones, ya formuladas, para dirigirnos a Dios, que nos siguen ayudando, pero que fueron solamente un principio de formación en la oración, en la pedagogía de cómo hablar con Dios. Pero ya los que somos adultos, desde la juventud hemos aprendido que la oración es más que recitar fórmulas, la oración es escuchar la Palabra de Dios, como lo hacemos ahora, y en cada domingo, y en cada Eucaristía, y alimentarnos del pan de la vida que ofrece la Eucaristía, presencia divina para nosotros.

La oración son momentos de silencio interior, de descubrir lo que está surgiendo de inquietud buena, movida por Dios para nuestra conducta, y también por eso dice: velen, estén alertas para descubrir a tiempo las inclinaciones que nos llevan al mal, y pedirle a Dios su Espíritu para que nos fortalezca y podamos resistir a la tentación, superarlas e ir formándonos como buenos discípulos de Jesucristo.

Este camino, dice el apóstol Pablo, es el camino del amor, por eso él recomienda dos cosas en la segunda lectura. Les dice que el Señor los llene, mediante la oración, y los haga rebosar de un amor mutuo hacia todos los demás  (1Ts. 3, 12); por eso el discípulo de Cristo y la comunidad de discípulos que somos nosotros, los católicos, tenemos que ser germen de esperanza para los demás con nuestras actitudes positivas de respeto a la dignidad humana, a cualquier ser humano, como lo hizo Jesús con amor, es decir, con ese descubrimiento de que también en el otro está el espíritu y el Espíritu de Dios.

Esta es la primera recomendación de Pablo, crezcamos haciendo de nuestra conducta y de la conducta en nuestros entornos: familia, barrio, sociedad, una sociedad que nos amemos, siguiendo el ejemplo de Jesús, que nos reconciliemos, que nos perdonemos, y así iremos caminando a la plenitud a la que estamos llamados, el día que el Señor nos invite a la vida eterna, en el paso de la muerte terrena.

El segundo aspecto que indica el apóstol Pablo: les rogamos, los exhortamos, en el nombre del Señor Jesús, a que vivan como conviene según aprendieron de nosotros (1Ts. 4,1). Fíjense la responsabilidad que tenemos los adultos: papás, abuelos y en general adultos mayores, tenemos que ayudar a que los niños, adolescentes y jóvenes aprendan de nosotros estas actitudes, consecuencia de la oración, de la participación en la Eucaristía y los sacramentos, para que de ahí ellos valoren que esa conducta los llevará a la justicia y a la paz.

Pidámosle pues, a quien vino con nosotros, en este país, en este continente, a enseñarnos este camino, a decirnos que está aquí también para ayudarnos cuando sintamos dificultades, adversidades, problemas: María de Guadalupe, quien se hizo presente en México en este tiempo del Adviento, para ser ella también un signo visible de la presencia del amor de Dios entre nosotros, por eso la queremos tanto, por eso venimos con ella, que suscite en nosotros ese deseo de conocer bien a Jesucristo y seguir siendo buenos discípulos de su comunidad, de la Iglesia.

Que seamos germen de esperanza, no sólo para nosotros mismos, sino para los demás, como lo necesita tanto nuestro país, que está envuelto en dinamismos de violencia, de inseguridad y de falta de respeto a la dignidad humana.

Pidámosle a María de Guadalupe, digámosle: Madre, tú que viniste a quedarte aquí con nosotros, ayúdanos para que en este Adviento recuperemos la esperanza en nosotros mismos y completemos la promesa de Dios, de que, al enviarnos a Jesucristo, también nosotros, recíprocamente emprendamos el camino del amor al prójimo para descubrir el camino del amor a Dios. ¡Que así sea!

+Carlos Cardenal Aguiar Retes

Arzobispo Primado de México

DLF Redacción

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