“De ti Belén saldrá el jefe de Israel, de ti que eres la más pequeña de entre las aldeas de Judá” (Miq. 5:2).
Con estas palabras el profeta Miquéas anuncia que el Mesías, el que va a traer la capacidad de relación entre Dios y los hombres, nacerá en Belén, en una insignificante aldea, y esto se cumplió en la persona de Jesucristo. Jesús nace en Belén, del seno de María, encarnándose en ella, y eso es lo que vamos a celebrar mañana y pasado mañana: Nochebuena y Navidad.
Pero además de este recuerdo histórico del nacimiento de Cristo, hoy la palabra de Dios brinda los elementos necesarios para que descubramos con claridad el camino que propone Jesús para todos nosotros, la manera de conducirnos, particularmente en la relación con Dios y con los demás, cuando dice la Carta a los Hebreos, refiriéndose a las palabras de Cristo al entrar al mundo: “No quisiste víctimas ni ofrendas; en cambio me has dado un cuerpo; no te agradaron los holocaustos y los sacrificios por el pecado. Entonces dije: “Aquí estoy Dios mío, vengo para hacer tu voluntad” (Heb. 10:7).
De esta manera, como expresa más adelante el mismo texto, Cristo suprime los antiguos sacrificios para establecer el nuevo. Jesús no solamente viene a cumplir una promesa, sino a renovar, a transformar la vida espiritual y religiosa de todos los seres humanos.
Desde las más antiguas culturas primitivas, en sus distintas religiones, pensaron que la manera de congraciarse con Dios era ofreciendo víctimas, holocaustos; y esa mentalidad está en el interior de todo ser humano, porque creemos que somos gratos cuando regalamos algo a los demás.
Ese es el criterio que ha imperado a lo largo de la historia de las religiones; pero Cristo nos viene a decir, con toda claridad, que para relacionarnos con el verdadero Dios, el Dios por quien se vive, no necesitamos ofrecerle cosas externas a nosotros, no necesitamos darle nada, sino como lo hizo Jesús: Aquí estoy, Dios mío, vengo para hacer tu voluntad (Heb. 10:7). Es decir, lo que pide Dios es que descubramos para qué nos ha dado la vida, cuál es nuestra vocación, a partir de las inquietudes que se mueven en nuestro interior. Hay que discernirlas, clarificarlas y descubrir la voluntad de Dios, nuestro Padre.
Por eso es tan importante, particularmente en la etapa de la adolescencia y la juventud, descubrir a qué hemos sido llamados, cuál es la vocación que traemos desde el nacimiento, porque de esa forma podemos seguir a Jesús, y decirle a Dios como Él le dijo: “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad” (Heb. 10:7).
Hacer la voluntad del Padre es el camino del Cristiano, del discípulo de Cristo, y por eso vemos en el Evangelio a dos mujeres que están llenas del Espíritu Santo, pues cuando hacemos lo que Dios quiere, su Espíritu inunda nuestro corazón, y entonces experimentamos gozo, alegría y sobre todo paz. Esa paz interior que nos da el deber cumplido; esa paz interior que nos da el saber que hemos correspondido al gran amor de quien nos ha creado; que hemos hecho su voluntad.
El texto del Evangelio de hoy afirma que el encuentro entre María e Isabel estaba conducido por el Espíritu Santo, quien llenó su interior. Así, cuando reconocemos lo que el Señor hace con nosotros, nos convertimos en seres agradecidos, como ocurrió con María e Isabel.
La experiencia del amor de Dios en nuestra vida, ya sea en las satisfacciones y en los éxitos, o en los momentos adversos, dramáticos y dolorosos, que nos dejan heridas, que nos causan sufrimiento, hace que crezca el espíritu del discípulo de Cristo y sea capaz de afrontar cualquier situación. Esta es la espiritualidad que nos ha traído Jesús.
Entre nosotros podemos darnos regalos, cosas que pensamos que a nuestro prójimo le agradan o necesita, que sabemos que le gustan; si vemos que alguien tiene inquietudes artísticas, le regalamos un hermoso cuadro, correspondiendo a la amistad. El compartir con los demás, lo que tenemos y somos, es también una manifestación de la enseñanza de Cristo de hacer la voluntad de Dios.
Así pues, la novedad de la venida de Cristo, la alegría que nos causa este tiempo de la Navidad, no es simplemente el recordar una fecha, o la llegada de un año más, sino es vivir la experiencia que nos ha traído el nacimiento de Jesús, a fin de relacionarnos de forma íntima, auténtica y verdadera con Dios, nuestro Padre.
Jesús, como Hijo, obedeció a su Padre, su Padre lo lleno del Espíritu Santo, y con el Espíritu Santo pudo afrontar todas las adversidades; también pudo transmitir todas las bondades de Dios a quienes Él encontró en su camino: milagros, sanaciones, curaciones, consuelo. A eso estamos llamados.
Hermanos, que la Navidad sea, pues, descubrir el camino del discípulo de Cristo. Que estos días tan hermosos de convivencia familiar y eclesial, sean para nosotros, recordar que lo más importante es discernir qué quiere Dios de mí, y decir como Jesús, como María, como Isabel: aquí estoy, Dios mío, vengo para hacer tu voluntad. ¡Que así sea!
Cardenal Carlos Aguiar Retes
Arzobispo Primado de México
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