Iglesia en México

Homilía del Cardenal Aguiar en el III Domingo de Adviento

“Canta, da gritos de júbilo, gózate y regocíjate de todo corazón” (Sof. 3,14)

A través de esta Primera Lectura (Sof. 3,14-18), la Palabra de Dios nos dirige esta exhortación. Reiterada también por el Apóstol San Pablo en la Segunda Lectura (Fil: 4, 4-7), nos invita a que nos alegremos. El Apóstol dice: “Alégrense siempre en el Señor. Se los repito: ¡Alégrense!” (Fil. 4,4).

Hoy la liturgia invita a la alegría y nos permite, en este día, vestir ornamento de color rosa para expresar esa alegría, porque se acerca ya la Navidad, porque el recuerdo del nacimiento de Cristo es un motivo que llena el corazón del hombre. ¿Por qué?

En la Primera Lectura encontramos un elemento muy importe, de cómo se genera esa expresión de alegría desde el interior, una alegría que viene del corazón. Cuando dice el Profeta Sofonías: “El Señor ha levantado su sentencia contra ti. Ha expulsado a todos tus enemigos. No temas, no desfallezcas, el Señor está en medio de ti, Él te ama y se llenará de júbilo por tu causa” (Sof. 3,17).

¿De dónde viene la alegría? Viene de esa experiencia que nace del saberse entendido, comprendido y amado. Saber que se nos perdona cuando hemos equivocado el camino, cuando nuestra limitación o nuestra fragilidad humana no nos ha permitido llevar a cabo nuestras propias responsabilidades de la mejor manera, cuando, en una palabra, hemos fallado, hemos pecado.

Saber que se nos perdona, que se nos entiende, que no solamente se nos comprende, sino que esa ocasión de haber caído, es una ocasión para experimentar el amor de nuestro Padre, el amor de Dios por cada uno de nosotros.

Esta es una forma en la cual nosotros podemos aprovechar estos días hacia la Navidad, haciendo un recuento de nuestro año, un examen para verificar nuestra conducta, nuestro comportamiento, nuestras relaciones con los demás; no para ahogarnos en ellas en el dolor, sino para presentárselas a quien es nuestro salvador, a quien nos perdona y nos transforma, a quien nos cambia desde dentro porque nos regala su Espíritu, como lo dice luego el Evangelio: “Nos bautizó en el Espíritu Santo” (Lc. 3, 17). Este es un primer camino.

El segundo camino nos lo plantea claramente el predicador Juan Bautista, quien dispone el camino para la llegada de Jesús. Vemos cómo la gente le pregunta: “¿Qué debemos hacer?” (Lc. 3, 10). Le preguntan los publicanos; es decir, aquellos que exigían la paga del impuesto; le preguntan también los miembros del ejército, los soldados.

¿Y qué contesta Juan Bautista? A la gente en general le dice: comparte. “Si tienes dos túnicas, da una al que no tiene. Si tienes comida, compártela; haz lo mismo con el que no tiene (Lc. 3, 11). Nuestra actitud de compartir, que se genera ya desde la experiencia de familia, debemos de ampliarla siempre en aquel que está necesitado.

A los que recogían los impuestos, a los funcionarios públicos, que preguntaban a Juan Bautista, les dice: “No cobren más de lo establecido. Aténganse a la normatividad. No exijan más de lo que deben” (Lc. 3, 13); es decir, cumplan su función tal y como debe de ser. Y a los soldados que le preguntaron: “¿Nosotros qué tenemos que hacer?”. Les dijo: “No extorsiones a nadie, ni denuncies a nadie falsamente, y conténtate con tu salario” (Lc. 3, 14).

Con ello, Jesús afirma claramente que quienes tenemos una autoridad, sea cual sea, un oficio, una profesión, debemos realizarla con plena justicia, ejercitando, conforme a la responsabilidad que recibimos, y no aprovecharnos de esa autoridad para nuestro propio beneficio.

Estas son las recomendaciones de Juan Bautista, pero en ellas está la clave de nuestra alegría. Si nosotros cumplimos el deber que tenemos, si nos esforzamos por ser responsables ante nuestras obligaciones, surge en nuestro interior un sentimiento de satisfacción, de paz, que nos lleva a ese gozo del deber cumplido.

Pidámosle también a María de Guadalupe. Ella aceptó lo que Dios le pidió hacer. Ella tuvo la fuerza para enfrentar el sufrimiento y el dolor, y cumplió su deber hasta el final. Ella es madre de Misericordia. Ella comprende, entiende. Acudamos a Ella en nuestra oración, y pidámosle que en este hermoso tiempo de la Navidad renazca en nosotros ese afecto y esa gratitud a Jesucristo, su Hijo, quien nos perdona, nos reconcilia y genera en nosotros, por medio del Espíritu, la fortaleza para cumplir con nuestras responsabilidades. ¡Que así sea!

+Carlos Cardenal Aguiar Retes Arzobispo Primado de México

DLF Redacción

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