Iglesia en México

Homilía del Arzobispo Carlos Aguiar en el Domingo de Ramos

¡Hosanna! ¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el Cielo! (Mt. 21,9).

¡Qué fuerte contraste presenta hoy la liturgia del Domingo de Ramos! Iniciamos con la escena de júbilo generalizado, por la entrada de Jesús a Jerusalén unos días antes de la Fiesta de Pascua, donde escuchamos el entusiasmo desbordante de los peregrinos que inundaban la ciudad con motivo de la fiestas, y conmocionada la multitud, algunos preguntaban: ¿Quién es éste? La gente respondía: “Éste es el profeta Jesús, de
Nazaret de Galilea” (Mt. 21,11).

Unos días después, Pilato preguntaba al mismo pueblo: ¿Qué voy a hacer con Jesús, que asegura ser el Mesías? “Crucíficalo”. Pilato preguntó: “Pero, ¿qué mal ha hecho? Mas ellos seguían gritando cada vez con más fuerza: “¡Crucifícalo!”. Entonces Pilato hizo azotar a Jesús y lo entregó para que lo crucificaran (Mt. 26,22-23).

Por otra parte, escuchamos al Profeta Isaías decir: Mañana tras mañana, el Señor despierta mi oído, para que escuche yo como discípulo (Is. 50,4). Con lo cual la liturgia nos invita a ser discípulos de Jesús. ¿Qué es lo que tenemos que aprender de este contraste tan fuerte que vivió Jesus?

Una primera consideración es que no basta ser simplemente admirador de Jesús, sino ser fiel discípulo suyo, que sigue su ejemplo, sus actitudes, sus criterios, y acepta un camino de contrastes, en los cuales hay que desarrollar la vida del espíritu, asumiendo la voluntad de Dios Padre, con plena confianza, y descubriendo la compañía y la fuerza del Espíritu Santo, a lo largo de la experiencia personal y comunitaria.

Un segundo aspecto lo encontramos en la segunda lectura: Cristo Jesús, siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo tomando la condición de siervo, y se hizo semejante a los hombres. Así hecho uno de ellos, se humilló a sí mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de cruz (Fil. 2, 6-8).

Este condicionamiento tan inesperado que decidió Dios Padre, y le pidió asumirlo a su querido Hijo, es propio solo del cristianismo, entre todas las religiones. Se le llama Kénosis, es decir, el vaciamiento de sí mismo, dejar la condición divina para asumir una condición inferior, la humana, y hacerse así, semejante en todo, menos en el pecado, al ser humano. En otras palabras es el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios para llevar a cabo el misterio de la Redención, en favor del ser humano.

Un tercer elemento, que pongo para su meditación en esta Semana Santa, es la consecuencia de la Kénosis, vivir la experiencia humana del sufrimiento no merecido, sea de la injusticia sufrida por celo y envidia, por incomprensión, por  traición, por manipulación político-religiosa. Jesús al asumir la condición humana experimentó en carne propia, y en extremo grado, el sufrimiento no solo no merecido, sino incluso sentenciado legalmente, no obstante haber dado testimonio de una vida ejemplar al servicio de los demás, especialmente de los enfermos y desamparados. Ante los ojos del pueblo sufrió la crucifixión por embustero, mentiroso, manipulador social y alborotador del régimen establecido, social, político, y religioso.

Ante semejante injusticia, Dios Padre no podía quedarse callado, y debía actuar de manera contundente para clarificar, particularmente a los discípulos de Jesús, que Jesús no mintió, que era verdaderamente el Hijo de Dios, que se había encarnado para manifestar cómo afrontar las adversidades, aún las más graves y complejas, y cómo vivir la fidelidad a las enseñanzas de Jesús para poder superar con entereza y confianza cualquier tragedia, por más intensa y difícil que fuera.

Por eso, al tercer día, quedando así claro, que verdaderamente había muerto y había sido sepultado, Dios Padre lo resucitó, rescatándolo de la muerte, y dejándolo 50 días para encontrarse y manifestarse a sus discípulos; y así, de esta experiencia maravillosa y única en la Historia de la humanidad, de constatar con sus sentidos vivo al que vieron morir, dejó constancia, ¡del amor y la misericordia del verdadero Dios, por quien se vive!

Ahora entendemos por qué del domingo al jueves, el pueblo que había recibido a Jesús entrando a Jerusalén como un auténtico profeta, y que ya muchos lo consideraban el Mesías esperado, cambiaron su entusiasmo, su alegría y su esperanza en enojo y en aprobación de su crucifixión.

La lección es que no basta conocer a Jesús de oídas, sino debemos progresar en el conocimiento de sus enseñanzas y aplicarlas en nuestra vida, especialmente ante los problemas, la dificultades de relación humana, las injusticias sufridas, las calumnias, las incomprensiones, o por la consecuencia de nuestros mismos errores, o ante las epidemias; así podremos crecer en la experiencia y desarrollo de la vida espiritual, con
la que seremos testigos de primera mano, de intervenciones de Dios en nuestra persona, y muchas veces también de lo que Dios realiza en favor de otras personas.

No fue acaso lo que sucedió con San Juan Diego, cuando confirmó la salud de su tío Bernardino. Pidamos a María de Guadalupe, nuestra querida Madre, que nos enseñe a ser buenos discípulos de su Hijo Jesús, para que pongamos en práctica sus enseñanzas. Encomendemos, en un breve silencio, a todos los que sufren cualquier adversidad o sufrimiento, físico, o moral, dejándolos en sus manos.

Ahora juntos digamos:

Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios,
escucha nuestras oraciones, atiende nuestras súplicas,
acompáñanos, protégenos, cuídanos.
Bajo tu amparo nos quedamos, Señora y Madre Nuestra,
te lo pedimos, por tu Hijo Jesucristo, Nuestro Señor. Amén.

Cardenal Carlos Aguiar Retes

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