María se encaminó presurosa a un pueblo de las montañas de Judea (Lc. 1:39).
Esta escena del Evangelio que acabamos de escuchar, es una escena donde podemos descubrir la íntima naturaleza de la Iglesia. Es una escena eclesiológica: dos mujeres se encuentran gracias a la acción del Espíritu Santo, y se buscan para compartir lo que llevan dentro: una experiencia de Dios muy fuerte. Han sido siervas, han sido personas que aceptaron la voluntad de Dios y la comparten ahora en la intimidad. Lo cual las fortaleció para cumplir su misión específica.
María visita a su prima Isabel, movida por el anuncio del Ángel, no solamente de lo que va a suceder en ella, sino de lo que ha sucedido en su prima Isabel. Isabel, al recibirla –nos dice el texto–, se llena del Espíritu Santo; ella ha sido buena discípula, igual que María. Este compartir la fe de la acción del Espíritu en nosotros, es la esencia de la Iglesia, porque así como María encarnó en su seno al Hijo de Dios, estamos llamados como Iglesia a encarnar a Jesús en nosotros.
Aunque nos parezca imposible, aunque nos parezca semejante a un sueño, ésta es la realidad, esta es la misión que ha dejado Jesús a sus discípulos. A nosotros, en este tiempo en que somos los discípulos de Jesús. Por tanto, ¿qué debemos hacer para que, al igual que en María e Isabel, se realice la acción del Espíritu Santo en toda su fecundidad con mucho fruto? Tenemos que aprender a dejarnos conducir por el Espíritu de Dios. No es una tarea fácil, por eso es necesario ayudarnos unos a otros.
Por eso, Jesús dejó esta encomienda específica a los sucesores de los apóstoles; por eso, dejó al Colegio Apostólico que ha tenido esta misión a lo largo de los siglos. Los Obispos somos servidores de ustedes. Y con nosotros colaboran los presbíteros y todos los agentes de pastoral que vamos formando en este aprendizaje de dejarnos conducir por el Espíritu Santo.
La segunda lectura afirma que tenemos la condición de hijos, que ya no estamos bajo la Ley. ¿Qué quiere decir esto? Como sociedad tenemos la experiencia de qué hay leyes que rigen nuestra conducta. Pero, ¿cuál es nuestra experiencia de familia?, ¿se rige por leyes? No, se rige por el amor: El padre ama a su esposa, la esposa ama a su esposo, los hijos son conducidos y acompañados en el amor, y así van caminando.
Este es el ideal al que debemos aspirar: que el proyecto de Dios de la familia se amplíe en los círculos de nuestra acción social, que llegue a los distintos ámbitos de la vida y de la cultura de nuestra sociedad. Lo que nos tiene que mover es la experiencia de ser hijos, de ser hermanos, de ser familia de Dios. Las leyes tienen que ser sólo el recurso último y extremo que nos ayude a conducirnos, ante la ausencia de prójimos formados en los valores del Evangelio.
A esto es a lo que también, presurosa, vino María de Guadalupe a este cerrito del Tepeyac; eso fue lo que le compartió a Juan Diego: quería que este pueblo fuera una expresión de la misión de la Iglesia: ser familia de Dios. Ese es nuestro reto y nuestro desafío en este tiempo de cambio de época, de fractura cultural, de búsqueda de nuevas maneras en la relación; y sobre todo, en la forma para responder a la sed de Dios que tienen las nuevas generaciones, una sed que no han podido satisfacer, en virtud de que no han encontrado el camino para hacerlo.
Fíjense bien lo que dice la primera lectura: “Yo soy la Madre del amor, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza; en mí está toda la gracia del camino y de la verdad, toda esperanza de vida y de virtud” (Ecl 24,23-31). María encarnó a Cristo, y por ella, por su hijo, se convirtió en una realidad de esta expresión del libro de la Sabiduría.
Pero dice también adelante: “Los que me coman seguirán teniendo hambre de mí, los que me beban seguirán teniendo sed de mí” (Ecl 24,23-31). Esa es la forma como nosotros tenemos que caminar, con el hambre de Dios, con esta sed de Dios que de manera natural nace existencialmente en cada uno de nosotros. Debemos tener la fuente para saciarnos, y esta sabiduría que nos va a saciar es la experiencia de la familia de Dios, que vive conducida por el Espíritu de Dios, que vive conducida por la experiencia del amor.
Por eso nos da tanta alegría venir hoy aquí, a este santuario, porque en María encontramos el apoyo, la protección, el cuidado, y sobre todo el amor de una Madre que nos conduce hacia su Hijo, fuente de la sabiduría. ¡Que así sea para nuestro pueblo de México, para América Latina y para la Iglesia Universal! Amén.
+Cardenal Carlos Aguiar Retes
Arzobispo Primado de México
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