“Y pude oír el número de los que habían sido marcados: eran ciento cuarenta y cuatro mil, procedentes de todas las tribus de Israel. Vi luego una muchedumbre tan grande, que nadie podía contarla. Eran individuos de todas las naciones y razas, de todos los pueblos y lenguas” (Ap. 7, 9).
El apóstol Juan narra su visión, en la que escucha el número de los convocados: 144,000 procedentes de las doce tribus de Israel, provenientes de todas las naciones y razas, de todos los pueblos y de todas las lenguas. Se trata de una narración reveladora del destino al que está llamada y convocada la humanidad entera. El número de los convocados, simbólicamente expresa la plenitud 12x12xmil y representa a todos los que proceden de las 12 tribus de Israel y a todos los que proceden de la convocatoria de los 12 apóstoles que eligió Jesús, el Cordero, quien ha obtenido, en beneficio nuestro, un destino glorioso y triunfante, proyectado y realizado por Dios, así lo declara la misma multitud: “¡La salvación viene de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!”.
Sí, Dios participa la Santidad a todos, como lo expresa San Juan en la segunda lectura: “Miren cuánto amor nos ha tenido el Padre, pues no solo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos… ya sabemos que, cuando él se manifieste, vamos a ser semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Todo el que tenga puesta en Dios esta esperanza, se purifica a sí mismo para ser tan puro como él”.
Así expresa el apóstol Juan, el proyecto salvífico de Dios, que ha sido diseñado para todos sin excepción, pero para ello es indispensable la respuesta de cada uno, aceptando las tribulaciones y sufrimientos, no por la firmeza del carácter sino por la fortaleza obtenida gracias a unirse al sacrificio de Jesucristo en la cruz. Eso es lo que significa lavar y blanquear la túnica con la sangre del Cordero: “Entonces uno de los ancianos me pregunto: “¿quiénes son y de dónde han venido los que llevan la túnica blanca?”. Yo le respondí: “Señor mío, tú eres quien lo sabe». Entonces él me dijo: « son los que han pasado por la gran tribulación y han lavado y blanqueado su túnica con la sangre del Cordero»”.
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Pero, ¿cuál es el concepto que habitualmente piensa el común de la gente sobre la Santidad? De ordinario la Santidad es considerada una exigencia a la heroicidad, fruto del esfuerzo y de la voluntad del hombre. Así la Santidad se convierte en una meta casi inalcanzable para la inmensa mayoría. Pero además, quienes asumen esa concepción y buscan por sus propias fuerzas el cumplimiento de las leyes y normas, desarrollan la terrible soberbia espiritual, que los conduce irremediablemente a la ceguera espiritual, se incapacitan para descubrir la intervención de Dios en sus vidas y en la vida de los demás, como lo muestra en tiempo de Jesús, la actitud de los fariseos y saduceos, que no supieron reconocer la presencia de Dios en la persona de Jesucristo ni en sus obras.
Entonces, ¿la Santidad en qué consiste, cómo se logra? La Santidad es la participación de la vida divina, que el hombre acepta como regalo de Dios, y que nutre y alimenta con la indispensable lectura y meditación de los Evangelios, con el seguimiento en el propio contexto de vida, del ejemplo dado por Cristo, y confiando en la asistencia del Espíritu Santo para asumir a la luz de la Fe las diversas situaciones vividas sean dolorosas o gozosas, compartiéndolas en comunidad eclesial, y adquiriendo la buena disposición con todo ser humano, con quien se encuentre a lo largo de la vida.
Las bienaventuranzas expresan la alegría y el consuelo, que experimenta el discípulo de Jesucristo, al seguir su ejemplo ante las distintas experiencias y contextos de la vida humana: “Dichosos los pobres en el espíritu, los sufridos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de la justicia: porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos serán ustedes cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos”.
Los mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia son el parámetro para clarificar que mi conducta refleja mi respuesta al amor de Dios. Recordemos siempre, la Santidad no la adquirimos por mérito de nuestra buena conducta, sino por consecuencia de nuestra correspondencia al amor de Dios; así, recibimos la gracia para imitar a Jesús y vivir acordes al testimonio de su vida, y de quienes han logrado corresponder a la Santidad, que Dios les regaló; por ello, la Iglesia los declara Santos.
La Iglesia, consciente del proyecto de Dios de compartir la Santidad a la Humanidad, proclama una y otra vez la Vocación Universal a la Santidad, ¿pero realmente es para todos? En efecto, es el deseo explícito de Dios. Por eso es tan importante entender, que la Santidad no se obtiene por la práctica de las virtudes y las buenas obras que hagamos en favor del prójimo, éstas son la consecuencia que verifican con nuestra conducta, que hemos emprendido el camino a la Santidad.
En la Eucaristía, nosotros una y otra vez, al participar en ella, blanqueamos nuestra túnica y garantizamos nuestra participación en la multitud gloriosa de los santos. Por tanto, no es por el mérito de nuestras buenas obras que ganamos el cielo, sino por creer, confiar, y unir nuestra frágil condición humana con el único Santo, Jesucristo a través de Él, y por el Espíritu Santo la comunidad cristiana entra en comunión con Dios Trinidad y con los difuntos.
Por eso, la Iglesia enseña que mientras llega el final de la Historia, hay tres sectores de la Iglesia: La triunfante que ya está en comunión permanente con Dios, la purgante que son los difuntos que no han logrado entrar aún al cielo, y la peregrinante, que somos nosotros los que aún transitamos en la vida terrestre. En la Solemnidad de este día la Iglesia celebra a todos los que ya forman parte de esa multitud, que llegará a la plenitud con nuestra llegada. Ellos ya gozan de la vida divina, de la Santidad, de la vivencia plena del amor.
Nuestra Madre, María de Guadalupe vivió y experimentó las bienaventuranzas, ella ha venido para auxiliarnos en nuestro camino a la Santidad, invoquémosla con esperanza y gratitud:
Señora y Madre nuestra, María de Guadalupe, consuelo de los afligidos, abraza a todos tus hijos atribulados, ayúdanos a expresar nuestra solidaridad de forma creativa para hacer frente a las consecuencias de esta pandemia mundial, haznos valientes para acometer los cambios que se necesitan en busca del bien común.
Acrecienta en el mundo el sentido de pertenencia a una única y gran familia, tomando conciencia del vínculo que nos une a todos, para que, con un espíritu fraterno y solidario, salgamos en ayuda de las numerosas formas de pobreza y situaciones de miseria.
Anima la firmeza en la fe, la perseverancia en el servicio, y la constancia en la oración.
Nos encomendamos a Ti, que siempre has acompañado nuestro camino como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen, María de Guadalupe! Amén.
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