Como sabemos, hay muchos falsos sacerdotes (personas que se hacen pasar por sacerdotes católicos y aseguran estar en comunión con nuestra Iglesia), que celebran los ‘sacramentos’ en funerarias, jardines o salones de fiestas, panteones, etc. Esto ha dado pie a que algunas personas se pregunten si su fe basta para que un sacramento sea válido.
Esto pasa, por ejemplo, con algunas familias que, por necesidad y urgencia, buscan quién les asista con alguna ‘misa’, y terminan por contratar a un falso sacerdote, de quien a su vez creen que reciben la sagrada comunión.
Sin embargo, luego se enteran de era uno de los falsos sacerdotes y que la hostia, obviamente, no había sido consagrada. Pese a ello, hay quienes creen que, como en ese momento realmente creían que habían recibido el Cuerpo de Cristo, en verdad lo recibieron.
Debemos ser muy claros: el creer o suponer que “esa Misa” y la “Comunión” fueron válidos no los vuelve válidos y eficaces, dadores de la gracia sacramental.
Para que la Eucaristía (Misa y Comunión) sea válida se requiere que estén presentes al menos estos elementos:
Por último, conviene precisar que todo Matrimonio celebrado por un falso sacerdote, con mayor razón, es nulo e inválido. Si la Misa es inválida, celebrar un Matrimonio en esas situaciones de simulación e ilegalidad canónica es engañoso y falso, como el “celebrante”.
Por otra parte hay quienes argumentan que existe en la Iglesia el principio de “a fe suple”, y dan por válido cualquier sacramento, siempre y cuando quien lo reciba lo haga con mucha fe, independientemente de quien lo administre.
En este sentido, es importante aclarar que el principio no dice “la fe” sino “la Iglesia”, (‘Ecclesia supplet’), viene en el Código de Derecho Canónico (CIC #144), y se aplica exclusivamente a casos en los que un ministro ordenado comete un error sin saberlo y del que no se entera la gente (por ejemplo, estuvo confesando, o celebró un matrimonio en una iglesia que pensó pertenecía a su territorio parroquial y en realidad quedaba fuera de éste), entonces la Iglesia suple, para ese caso específico, lo que le faltó al sacerdote y da por buena la potestad con la que el ministro actuó.
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