“Esta noche, Señor, he visto un esclavo.
Era un muchacho de veinte años, calvo y lleno de arrugas como un viejo; estaba durmiendo, como todas las noches, en el automóvil de su dueño. No había, para él, ni siquiera un miserable lecho para acogerle. Cuando le condujimos al puesto de guardia, se puso a llorar. ¿Por qué? ¿Es que le asustábamos nosotros? Nos dijo que no. El terror que se reflejaba en su rostro no lo inspirábamos los soldados, sino el recuerdo de su dueño. Rehusó el cigarrillo y el café que le ofrecimos. Le dimos un capote y un pedazo de pan.
Después, Señor, la ronda continuó.
Yo hubiera querido charlar un rato más con él, Señor; hubiera querido gritarle que deseaba ser su amigo. Hubiera querido decirle que me daba cuenta que él estaba en su casa y yo no. Hubiera querido estrecharle la mano.
Señor, ¡ayúdalos! Ayuda a todos esos esclavos que apenas tienen derecho a las migajas caídas de la mesa de los demás.
Esta noche, Señor, todavía he visto más: registros, gente detenida y arrestada. Me sentía incómodo, desazonado. Yo no estaba en mi casa, yo entraba violentamente en sus hogares. Hubiera querido, Señor, poder sonreírles mientras los registraba. Pero cuando se tiene un arma bajo el brazo, es difícil sonreír con amor.
Sin embargo, un hombre al que acabamos de catear me ha mirado con una sonrisa y he podido corresponderle. ¡Nos hemos hecho amigos! Yo hubiera querido sonreírles a todos, incluso a aquel que se marchó diciendo: ‘¡Esto es una vergüenza!’. Pero a éste, aun a pesar mío, le despedí más bien con un gesto hosco.
Danos tu amor, Señor. Que germine en el corazón de todos los hombres.
Dame tu amor, Señor, para que yo sepa meterlo en el corazón de todos los hombres que viven a mi alrededor. A todos los que hacen de soldados, a todos los que someten, dales tu amor, Señor.
Acepta, Señor, el gesto hosco a la vez que la sonrisa; acepta mis deseos y mi impotencia; dígnate aceptar nuestros esfuerzos y nuestros corazones. Amén”.
Carta tomada del artículo del P. Juan Jesús Priego: Oraciones de soldados
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