Unos 10,000 hombres y mujeres de la Ciudad de México conforman actualmente el Equipo Laico al Servicio de la Pastoral, mejor conocido como Escuela de Pastoral, la obra apostólica iniciada en 1972 por un hombre de fe inquebrantable conocido como Vicentito, quien, enamorado de Cristo y de su Iglesia, reunió entonces a un grupo de ocho laicos para brindar servicios generales en la Parroquia de la Inmaculada Concepción, en la colonia Prado Churubusco.
En aquellos años, Vicente Martínez Vázquez pensó que no se podía dar lo que no se tenía, de manera que diseñó un esquema de formación al interior de aquel pequeño grupo, a fin de que crecieran en el conocimiento de la Palabra de Dios, pero sin dejar de realizar las diversas labores de servicio en la parroquia. Fue así que esta obra comenzó a conocerse como Escuela de Pastoral.
El modelo de servir en todos los quehaceres de la Iglesia, desde auxiliar al párroco, tocar las campanas, formar a laicos a través de pláticas, o cualquier otro servicio que se necesitara empezó a implementarse en otras parroquias de la Arquidiócesis de México, y luego fue adoptado en otras diócesis del país y del extranjero.
Fue así como un pequeño movimiento empezó a multiplicarse rápidamente hasta ser integrado por miles.
En México y otros países impresiona cuánto crece el número de miembros que forman este gran ejército de Jesús, como lo califica el actual dirigente del movimiento, Javier Albarrán, quien mantiene contacto con los demás dirigentes, a fin de que esta obra fundada por Vicentito siga creciendo y dando frutos.
Así es como se ha ido expandiendo la Escuela de Pastoral, como pan con levadura, pese a que la formación que se recibe –y que a la vez ofrecen quienes son formados– no tiene ninguna retribución económica.
“Don Vicente fundó un movimiento laical inspirado por el Espíritu Santo, en el que las personas se enamoran de Dios y de la Iglesia de Jesucristo, y desarrollan el gusto por servir y sacrificarse por el bien de la comunidad, en espera sólo de encontrarse un día con el Padre Eterno”, señala Javier Albarrán.
Sobre la sorprendente manera en que ha crecido la obra a través de los años, Albarrán señala que se ha dado de dos formas: la primera, por miembros de la Escuela de Pastoral que se van a radicar a otros estados de la República; y la segunda, por extranjeros que viven un tiempo en México y después tienen que regresar a su lugar de origen.
Así ocurrió hace tres lustros con el caso de un agregado militar de la Embajada de Honduras, el coronel Antonio Raytel Caballero, quien estuvo tres años en nuestro país; él acudía a la Iglesia los domingos, y un día fue invitado a participar en el proyecto de laicos.
“Tan se enamoró de la obra –asegura Javier Albarrán–, que al regresar a Tegucigalpa quiso fundarla también allá. Hoy, de las nueve diócesis que conforman la Iglesia hondureña, la Escuela de Pastoral tiene presencia en cinco; es decir, en más de la mitad del país… Casos como el del coronel Antonio han hecho que el movimiento fundado por don Vicente hoy esté presente en otras naciones”.
Vicentito era una persona humilde y noble, que acogía con mucho cariño a las personas, pero de carácter fuerte e irreductible a la hora de defender la fe y la Iglesia. “Dos cosas quisiera destacar de nuestro fundador: era un hombre que amaba la Iglesia, con sus fallas y pecados humanos, pero santo a la vez; y la segunda, que respetaba, como nunca he visto hacerlo a nadie, el estado sacerdotal”, dice.
Vicente Martínez nació en 1923, y entró muy joven al seminario, en años en que se vivía la persecución religiosa; “él mismo contaba cómo anduvo en huida saltando de azotea en azotea. Pero fueron cosas que prefirió no conservar en su corazón, y en cambio quiso ser un hombre de perdón, compasivo y servicial”.
Hoy don Vicente es ejemplo para miles de personas que han continuado la obra que él fundó: este gran ejército de Jesús conocido como Escuela de Pastoral.
“Tengo el privilegio de dirigir este movimiento, en el que he conocido personas valiosas. Pero no quiero mencionar nombres ni dirigencias. Hoy quiero rendir, a través de mis palabras, un pequeño homenaje a esos miles de auténticos soldados anónimos de Cristo, que de una región a otra no saben cómo se llaman, ni que existen; sólo saben que por allá lejos, también hay alguien en pie de lucha. ¡Un agradecimiento a todos ellos!”.
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