A las 4:00 de la madrugada Magdalena González comienza su día dándole gracias a Dios por un día más de vida y le pide fuerza para afrontar los retos de su profesión como enfermera de Terapia Intensiva del Hospital General de México, uno de los epicentros donde atienden a pacientes de coronavirus COVID-19 en estado crítico.
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Durante el trayecto de su casa al hospital, que aproximadamente dura dos horas, Magdalena tiene tiempo para leer, estudiar, orar o reflexionar. Y lamentablemente, en el camino se sigue encontrando con personas que se trasladan en el transporte público sin ningún tipo de protección.
A los profesionales de la salud los han llamado “héroes de bata blanca”, “valientes”, “los guerreros de la salud” y un sinnúmero de adjetivos para aplaudir sus esfuerzos; sin embargo, a Male -como la llaman sus compañeros de trabajo-, además de estas muestras de apoyo, le gustaría recibir otro tipo de reconocimiento a su labor.
“La mejor manera en que la gente puede agradecer nuestro trabajo es que vean el confinamiento, el uso de cubrebocas y todas las medidas de higiene como el mejor método para salvar su vida. No hay personas inmunes, hasta hoy no hay vacunas. Prefiero que la gente se cuide a que nos aplaudan, esa sería una buena manera de valorar nuestro trabajo. Si un día vieran lo que a diario vivo, les aseguro que las calles estuvieran desiertas”, afirma la enfermera con 32 años de experiencia.
Al llegar al hospital Male recoge su kit de bioseguridad que contiene una bata y gorro quirúrgicos, protectores para zapatos, guantes, tapabocas, mascarilla y googles.
Se dirige al vestidor, donde guarda sus objetos personales, se pone su uniforme de enfermera, pasa al baño, recoge su cabello, lava muy bien sus manos y comienza a revestirse para entrar al pabellón de terapia intensiva.
“Al vestirme me pongo en las manos de Dios, le pido a Dios me proteja, cuide a mis compañeros y oro por la salud de los enfermos y sus familias, pues no me gustaría estar en su lugar, debatiéndome entre la vida y la muerte”.
Pero las medidas de seguridad no terminan ahí. Comenta que, antes de ingresar al área donde se encuentran los pacientes intubados, debe añadir al equipo de bioseguridad otra bata quirúrgica, otro tapabocas y otro gorro, para evitar al máximo cualquier contagio.
“Forrada”, dice Male, comienza su jornada como enfermera de ocho horas, en las cuales no podrá ir al baño, comer, contestar el teléfono o tomar agua.
“Hubo un momento en que todos, al menos los de terapia intensiva, nos sentíamos perdidos y desprotegidos en todos los sentidos, desde lo laboral hasta espiritualmente. Es estresante llevar a cabo todos los protocolos de seguridad y vivir con la zozobra del contagio. Los días eran terribles, hasta el día que llegaron los sacerdotes para darnos la absolución y bendecirnos tanto a personal de salud como a los enfermos”.
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“Para mi fue como un mensaje de Dios, que ‘Él siempre está presente en los momentos de mayor oscuridad’. Fue el empujón que necesitábamos para continuar con nuestra labor con fe. Nos levantó el ánimo saber que hay mucha gente orando por nosotros. Eso nos hizo sentir acompañados y muy respaldados”.
Desde que Male era una niña sabía que su vocación era ser enfermera, pues cuando acompañaba a su madre al Hospital General donde era afanadora, ella sentía la necesidad de atender a las personas que estaban enfermas y darles un poco de consuelo.
A pesar de tener 32 años de trabajo profesional, el dolor de ver morir a un paciente sigue siendo desgarrador. “Cada uno de ellos me recuerda a alguien de mi familia, es por ello que me esmero en tratar a mis pacientes con todo el respeto y la calidad humana que se merecen. Cada que veo el progreso de alguno de ellos, entonces es cuando digo: la deshidratación, el calor que me causa el equipo de bioseguridad, el hambre, el cansancio y aguantarme las ganas de ir al baño, han valido la pena, y le doy gracias a Dios”.
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