A sus 10 años, Leticia no sabía lo que era el cariño, ni lo que significaba el amor de familia, ni lo que era el calor de un hogar, y tampoco conocía realmente a Dios; pero por alguna razón, que ella misma no se explica, sentía cercana la presencia de la Virgen María.
Vivió sus primeros años en compañía de su madre, quien contrajo nuevas nupcias cuando ella cumplió ocho de edad.
“Y ahí empezaron mis mayores problemas -platica Leticia-, pues comencé a sufrir mucho maltrato físico; un maltrato muy duro por parte del esposo de mi mamá. Cuando terminé el quinto de primaria, mi mamá y él decidieron sacarme de la escuela para que fuera la ‘sirvienta’ de la casa”.
Leticia recuerda que todos los días lloraba, pues si algo le gustaba era la escuela. ¡Era una alumna muy aplicada! Transcurrió todo el año en que debió haber cursado el sexto grado, y entonces le pidió a su madre que la inscribiera de nuevo a la escuela, pero sin éxito, pues para entonces ya tenía dos hermanos pequeñitos, y su mamá no podía prescindir de la ‘nana’ en que ella se había convertido.
Cumplidos los diez de edad, Leticia tomó la determinación de vivir en la calle: el plan era encontrar un puente bajo el cual poder guarecerse de la lluvia, pedir limosna, cantar en los camiones o en las calles de Guadalajara para conseguir algo de dinero, y buscar un lugar donde le permitieran bañarse.
“La otra parte de mi plan era ir a hablar con el director de la escuela donde había cursado hasta el quinto año y pedirle que me diera una beca para seguir estudiando”. Y con esa idea en mente, se escapó de casa.
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Finalmente, Leticia fue a dar a la casa de su abuela, quien no tuvo posibilidad de alojarla ahí más que por dos o tres días, tras los cuales fue a recogerla una buena amiga de la familia, a quien ella llamaba ‘tía Josefina’. Posteriormente, la ‘tía Josefina’ la llevó a casa de una tía abuela, quien la apoyó económicamente para que terminara el sexto grado de primaria, pero ahí también recibió mucho maltrato físico.
Completamente harta del maltrato, al concluir el sexto grado de nuevo pensó en vivir en la calle, ofrecer sus servicios de medio tiempo y buscar la forma de seguir estudiando. Leticia estaba por llevar a cabo el plan cuando…
Resultó que la ‘tía Josefina’ tenía unas amigas, las hermanas Ana y Laura, y éstas ahora justamente se ofrecían gustosas para ser sus tutoras. “Tenían una casa hogar muy bien instituida -señala Leticia-, y eran realmente unas muy bellas personas. Ellas eran protestantes presbiterianas; y como yo, aunque me decía católica, no tenía apego a la religión, pues no era algo que me importara mucho. Pero… ahí es donde inicia lo que para mí no tiene explicación”.
De la opción de vivir en la calle -así trata Leticia de explicar lo sucedido entonces- a la opción de vivir en una casa hogar con dos muy buenas personas que la cuidarían y le darían la oportunidad de seguir estudiando, pues definitivamente no había punto de comparación. Desde luego que la segunda opción habría sido la respuesta lógica para cualquiera.
“Pero yo no me sentía tan convencida; por alguna razón que hasta la fecha no me puedo explicar, algo en mí se resistía a ir a esa casa hogar, donde ya no tendría que estar rodando ni considerando nuevamente la posibilidad de vivir en las calles. No me lo puedo explicar, pero la situación me traía pensativa”.
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Casi llegaba el día de dejar la casa de la ‘tía Josefina’ e irse a vivir en la casa hogar de aquellas hermanas tan generosas, cuando decidió hacer algo: “Recuerdo que era un sábado -cuenta-. Fui hacia un rincón de la casa de mi ‘tía Josefina y, aunque no había ahí ningún altar, me hinqué y le pedí a la Virgen María que me ayudara a decidir. Estuve ahí suplicándole que me guiara”.
Ese mismo día, en la noche, la ‘tía Josefina’ recibió una llamada: eran las hermanas Ana y Laura, quienes le informaban que habían tenido que viajar de emergencia a la Ciudad de México, pues tenían una complicación. “Ana y Laura, con quienes siempre estaré agradecida, se veían ahora en la necesidad de permanecer varias semanas en la Ciudad de México, sin poderse mover, por lo que no podrían recibirme”.
Preocupada como siempre por encontrar un lugar donde pudieran ayudar a Leticia, la ‘tía Josefina’ se hallaba pensativa, cuando de pronto recordó que por ahí había un convento. “Vamos a ver si ahí te pueden ayudar”, le dijo, y se pusieron en marcha. “Era en realidad la Casa Hogar de Otranto de las Religiosas de María Inmaculada para Jóvenes Estudiantes y Trabajadoras”.
La ‘tía Josefina’ habló con la entonces superiora, la hermana Laura Lascuráin. Pero la cuestión ahora era que la edad mínima para estar en ese lugar de ayuda a jóvenes empleadas del hogar era de 14 años, y ella tenía sólo diez. Finalmente, la hermana Laura decidió ayudar a Leticia y darle una oportunidad; sólo que tendría que estar tres meses a prueba.
“¿Y cuál era esa prueba? Pues que pudiera acoplarme con las demás. Pero eso no fue problema, porque al poco tiempo ya me había adaptado perfectamente, como si llevara ahí toda la vida. Me sentía cuidada por mis compañeras, consentida, era como su mascotita, y de ahí mi vida dio un vuelco de 180 grados: conocí lo que era el cariño, el amor, un verdadero hogar, y sobre todo, quién era Dios.
A sus 51 años, Leticia es abogada, cuenta con dos maestrías y un doctorado, y jamás ha dejado de frecuentar a las religiosas de María Inmaculada. Algunas de las que las recibieron ya fallecieron; otras son de edad muy avanzada, y a unas las ha visto ingresar a la congregación. A las que la recibieron las considera sus mamás, a las de su generación y a las que llegaron después las ve como sus hermanas, y con todas está sumamente agradecida. Sin embargo, su mayor agradecimiento es a la Virgen María, “pues Ella me ha venido acompañando a lo largo de toda mi vida”.
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