Por Verónica Olvera Aguilar
Tenía 17 años de edad cuando un accidente automovilístico cambió mi vida para siempre. El 25 de julio de 1992, la camioneta en que viajaba rumbo a Michoacán se volteó, provocándome severas lesiones en la columna vertebral, por lo que tuve que ser intervenida de emergencia en Morelia.
Ya en la Ciudad de México, los doctores le informaron a mis familiares que las lesiones eran irreversibles y que no existía ninguna operación, terapia o tratamiento que me permitiera volver a caminar. Mi única forma de traslado sería por medio de camillas.
¡Dios me había cortado la vida por completo!
Permanecí sin moverme aproximadamente dos años; sinceramente, me quería morir. Estaba muy molesta con Dios. Poco a poco, a través de una terapia, empecé a obtener movimiento en mis brazos y cabeza hasta que logré sentarme y permanecer en una silla de ruedas. Tiempo después conocí el grupo de la Fraternidad Cristiana de Enfermos Limitados Físicos, mejor conocido como Frater, donde me impulsaron a seguir adelante.
En el año 1999 cuando el Papa Juan Pablo II visitó México por cuarta ocasión, la Comisión de Pastoral de la Salud de la Arquidiócesis de México obsequió a los miembros de Frater boletos para ver al Santo Padre en el Autódromo de los Hermanos Rodríguez. Ahí, durante su recorrido, pasó a escasos tres o cuatro metros de donde me encontraba; en ese momento, sentí algo muy grande dentro de mí que no sabría explicar.
Había también tres boletos para ver al Papa en el hospital Adolfo López Mateos ese mismo día por la tarde; sin embargo, y pese a lo que había sentido en mi interior en el Autódromo, no quería encontrarme con él una vez más, pues seguía enojada con Dios y no me animaba a ver de frente a su Vicario. No obstante, uno de los coordinadores de Frater insistió tanto que una vez más terminé accediendo.
Ya en el hospital, estaba sentada en mi silla de ruedas, junto a otras personas, cuando entró el Papa Juan Pablo II por una de las puertas principales. Caminó despacio mientras daba la bendición a cada uno de los presentes. Poco antes de llegar a mí, el Santo Padre cambió su rumbo para bendecir a un grupo de enfermos. Al ver que se alejaba, sentí una especie de alivio, pues no quería encontrármelo cara a cara, pero, por otro lado, mi corazón se llenaba de tristeza al ver que se alejaba la posibilidad de recibir su bendición. De pronto, regresó hacia donde me encontraba y, sin más, tocó mi frente y me dio su bendición. En ese momento no pude contener mi llanto y, bañada en lágrimas, le pedí perdón a Dios por tanto resentimiento que tenía contra Él.
Hoy, gracias a Dios, he aceptado mi condición. Quiero ser un testimonio de vida y fortaleza y poner en alto el nombre de Jesús.
Quisiera decirle al Papa Juan Pablo II que él fue el instrumento de Dios para que yo renovara mi fe y me acercara nuevamente al Padre.
El feminismo, una corriente filosófica y social que busca la igualdad de derechos y oportunidades…
“Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de…
El 29 de diciembre iniciaremos el Año Jubilar 2025 en las diócesis del mundo, con…
Lo que empezó en los años 20 del siglo pasado como una causa homicida, al…
‘¡Viva Cristo Rey!’ Hagamos nuestra esta frase, no como grito de guerra, sino como expresión…
El Vaticano publicó la segunda edición del libro litúrgico que contiene las instrucciones relacionadas con…
Esta web usa cookies.