Impregnado de Dios su corazón, Celerina González sintió el ferviente deseo de ser monja, pero en Guanajuato, en la década de los 40, para consagrarse era requisito dar una dote económica a la Iglesia, y su familia era muy pobre. “De todos modos le dije a mi papá que si me daba permiso de irme con las monjitas –cuenta hoy, a sus 92 años–. ‘¡Ay, hija –se entristeció él–, me diste en el mero corazón! ¡No tengo dinero!’”.
Años más tarde, Celerina se casó, emigró con su esposo de Guanajuato a Michoacán, tuvo dos hijas y tres hijos. Con ello su anhelo de consagrarse quedó muy atrás. “Pero el Señor mira todo –dice– y te lleva por donde no te esperas”.
Cuando su hija mayor, Angélica, cumplió 14 años, la joven fue invadida por el mismo anhelo, y se trasladó a la Ciudad de México para pedir su admisión en la Orden del Santísimo Salvador y Santa Brígida, pero su corta edad resultó un impedimento, y volvió resentida a Michoacán. A la edad de 16, Angélica ya no quería saber nada de la Iglesia, así que doña Celerina temía que se escapara con su novio, un joven que era muy rebelde.
“Un día llegué a casa y me avisaron que ya se había ido. Sólo que no se fue con él, sino con unas monjitas de Baja California”.
Pero ésta no era la única bendición de Dios sobre la familia; la hermana de doña Celerina, Ana María –que era sólo un poco mayor que su hija Angélica– un año antes había hecho su postulantado en la misma orden. Y se consagró también en Baja California.
Nueve años después, fue Catalina, la hija menor de doña Celerina, quien quiso hacer su noviciado con la misma orden, pero en la fundación establecida en la Ciudad de México.
Catalina asegura que desde pequeña sentía el deseo de consagrarse a Dios, pero no por imitar a su hermana o a su tía, sino por una cuestión muy particular: el sentir que su mundo estaba lleno de Dios. Como era la última de la familia, disfrutaba el silencio del hogar. Vivían en una cañada, muy cerca de un riachuelo, y todas las tardes su papá la tomaba de la mano y la llevaba bosque adentro hacia un lugar muy bonito, donde podían escuchar el canto de los jilgueros.
“Y ahí, en vez de contarme cuentos, mi papá me leía el Evangelio. Como si fuera una novela, él disfrutaba explicarme la manera en que Cristo dejaba callados a los fariseos, a los doctores de la Ley. Y a mí, como a los discípulos de Emaús, cada tarde me ardía el corazón”, señala Catalina.
Cundo Catalina ingresó a la orden, la fundación de la Ciudad de México cambió su sede a Tláhuac, y el esposo de Celerina fue contratado como velador de la obra en construcción. Posteriormente, fue requerido para vigilar una fundación que la Orden estaba iniciando en Tecate, Baja California, y ella se fue con él. Pero el esposo de Celerina falleció poco después.
Con el dolor de haberlo perdido, Celerina comenzó a hacerse cargo de las labores de vigilancia en aquel convento de la localidad de Tecate. Se sentía útil para las monjitas como vigilante del lugar; por las noches, sobre todo cuando ladraban fuerte los perros, salía con su linterna para ver si no había por ahí algún ladrón o algunos jóvenes drogándose, pues en la zona abundaban las pandillas.
A eso se dedicó casi 3 años, hasta que la Madre Superiora le propuso consagrarse a Dios con la Orden, toda vez que, habiendo enviudado, podía ser postulante. “Yo le dije: ‘Es que yo soy ignorante, ni siquiera sé leer’”, señala.
Pero en la Orden la animaron, le dieron instrucción académica y religiosa. Hoy vive en el mismo convento en Tláhuac que su hermana Ana María y su hija Catalina. Mientras que su hija Angélica fue enviada por la Orden a Colombia.
Celerina González lleva 20 años viviendo aquel hermoso sueño de su infancia: ser monja. Y a su edad, cultiva plantas de ornato en el convento en que está con su hermana y una de sus hijas.
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