Historias de Fe

Así fue como San Rafael Guízar y Valencia salvó mi vida

Me considero muy afortunado al poder compartir con ustedes una experiencia que marcó mi vida:
Lo que quiero contar sucedió el 20 de octubre de 1975 en la estación Viaducto de la Línea 2 del Metro. Yo siempre me he desempañado como representante médico y en aquella ocasión me dirigía a tomar un curso en un laboratorio ubicado en la Calzada de Tlalpan.

Eran poco más de las 9 de la mañana cuando me encontraba en el andén de la estación Pino Suárez. En ese momento comencé a sentir algo muy extraño; seguramente era un presentimiento de lo que momentos más tarde iba a vivir.

Tres estaciones después -justo en la estación Viaducto– el metro se detuvo por un largo rato, aproximadamente 10 minutos. Todos los usuarios: oficinistas, madres de familia con sus pequeños, jóvenes estudiantes, etc. comenzamos a cuestionarnos qué estaba pasando; algunos decían que se debía a un problema de energía y otros que era mecánico. Lo cierto es que había mucha confusión y el ambiente se sentía pesado.

Yo recuerdo que me encontraba de pie a la altura del asiento individual, ese que está reservado para mujeres embarazadas, ancianos y discapacitados. Lo único que llevaba en manos era mi maletín lleno de muestras médicas. Recuerdo también que a mi lado viajaba una señora con una pequeñita de tres o cuatro años que iba al jardín de niños.

De pronto, no sé en qué momento, un estallido me hizo perder el conocimiento. Ya no supe más de mí… entre sueños recuerdo el sonido del metal que crujía.

Cuando desperté -no sé cuánto tiempo después-, estaba tirado en el andén, con la cabeza recargada en los pies de un policía. Me encontraba bastante lastimado.

-“No te muevas, mano, estás muy golpeado”, me dijo aquel hombre cuando vio que abrí los ojos. Yo no intentaba levantarme -el dolor me lo impedía-, sino buscar con la mirada mi maletín, que era lo que me preocupaba, pues tenía que responder por aquellos medicamentos.

-“Quédate quieto”, me repitió el policía, mientras se acercaba a mí un paramédico; era un hombre de aproximadamente 60 años. Me empezó a revisar, pero era tanto mi dolor que incluso le quité la mano y le pedí que no me tocara. Me dolía mucho el cuello.

Comencé a darme cuenta de la gravedad del asunto cuando un grupo de personas empezó a sacar cadáveres del vagón en donde yo viajaba. Entonces comprendí que se trataba de un fuerte accidente.

En ese momento, lo que más me impactó fue un joven que quedó colgado del dintel de la puerta. Me dio la impresión de que era un estudiante porque habían libros regados por todas partes. Aquel muchacho estaba totalmente despedazado.

-“¿Cuántos van?”, preguntó un paramédico cuando lograron descolgar el cuerpo.
– “Van 30. Este muchacho -dijo el hombre mientras me miraba- creo que es el único sobreviviente del vagón”. Jamás pude verificar si efectivamente así fue. No me atrevo a afirmarlo. Sólo repito lo que dijo aquel hombre en voz baja para que no lo escuchara.
-“Eres estudiante”, me preguntó el paramédico.
-“No –le contesté-, trabajo en un laboratorio, pero perdí mi maletín”.
-“Pues tienes que dar gracias a Dios porque saliste con vida”.
-“Soy muy devoto de Monseñor Rafael Guízar y Valencia”, le dije inmediatamente, mientras me esforzaba por sacar de la bolsa trasera de mi pantalón una pequeña reliquia que hasta la fecha llevo conmigo.

El paramédico dejó salir una sonrisa un tanto sarcástica y yo, un poco apenado, no hice más que guardar de nuevo la reliquia en mi cartera.

Al día siguiente, luego de enterarme a través de la radio de la gravedad del accidente, desde el fondo de mi corazón, exclamé: “¡Monseñor Guízar es un santo!”. Aquella frase no la había pronunciado desde que era niño, cuando en una ocasión escuchaba emocionado un capítulo de la radionovela titulada ‘La vida de Monseñor Rafael Guízar y Valencia’, que se transmitía en la XEW. Entonces lo pude confirmar.

DLF Redacción

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