El padre José Olivares tiene 98 años –o “98 y medio”, como dice él-, y es sacerdote emérito de la Arquidiócesis de México. Con esa alegría que lo caracteriza, agradece a Dios 3 cosas en particular, 3 grandes regalos que para él superan incluso aquellos felices y divertidos días de la infancia”.
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Cuando niño, el padre José Olivares era muy creativo; si bien no tenía la oportunidad de ir al cine, él hacía su propio cine con un espejo reflejando en la pared algunos movimientos con la luz del sol; o bien, metiendo una mosca en alguna pantalla de luz para ampliarla y crear las “peliculescas” acciones.
“Hacía mis teléfonos con dos botes y un hilo -relata-, y si ponía un extremo en la caída del agua del arroyo, podía estarme ahí oyendo una sinfonía muy bonita. Hacía papalotes, aeroplanos. Hice también un coche poniéndole unas ruedas a unas viguetas, y cobraba cinco centavos por usarlo”.
Pero para el padre Olivares, ninguno de estos divertidos juegos se compara con uno en particular que jugaba con sus hermanos, mismo que tiene que ver con una de estas 3 cosas que más agradece a Dios en la vida.
Cuenta el padre José Olivares que desde muy pequeño se sentía muy atraído por las cosas de la Iglesia; le fascinaba ver a la gente acercarse al templo y comulgar, aunque entonces no entendiera nada de la Misa. Así, tras hacer su Primera Comunión, en 1926, su juego favorito comenzó a ser celebrar la Misa con sus hermanos.
“Tomaba un pretil como púlpito -platica-, y no quise dejar de hacerlo ni porque una vez perdí el equilibrio y me descalabré. Uno de mis hermanos era mi acólito, mi hermana representaba a la gente, y tenía otro hermano que nos hacía burla, y ese era para nosotros la honda de Barrabás y la pezuña de Satanás. Las hostias eran pan que yo recortaba en forma redonda”.
Refiere que, convencido de querer dedicar su vida al servicio a Dios, acudió con un sacerdote para decirle que él quería recibir la formación religiosa, y éste a su vez lo mandó con el padre Juan Gómez, quien lo envió al Seminario. Tras 11 años de estudio, en 1948, fue ordenado sacerdote, lo cual agradece a Dios infinitamente.
“Mi más grande recuerdo como sacerdote, es precisamente ser sacerdote. Así que agradezco a Dios que me haya elegido sin merecerlo. Me gusta mucho ser sacerdote, y por eso digo que si Dios me concede 100 años más de vida, yo no los rechazo. Sólo que mi sobrina me dice: ‘¡Pues a ver quién lo cuida!’”.
La segunda cosa que el padre José Olivares más agradece a Dios en la vida, es su infinita misericordia. “Esto es de lo que más alegría me causa: sólo con arrepentirme y confesarme, Él me perdona. Si yo me arrepiento, Él nunca se arrepiente de otorgarme el perdón, así me haya perdonado ya setenta veces siete”.
El sacerdote emérito señala que los seres humanos a veces cometemos actos tan malos, que si Dios no fuera quien es, ya nos hubiera arrojado al infierno, a eso que la gente entiende como un gran horno lleno de lumbre. “Es por eso que yo no tengo con qué pagarle tanta misericordia”.
“El Señor siempre estará dispuesto a perdonar nuestros pecados, sean del tamaño que sean, y su gran misericordia debe animarnos todo el tiempo a ser mejores personas”.
El tercer regalo que el padre José Olivares agradece a Dios, es el don que le dio de poderse expresar con palabras sencillas, y no con conceptos elevados de la Teología, “utilizados frecuentemente por sacerdotes que ponen a las personas a rezar sin entender qué rezan”.
“Si algo me gusta de la Iglesia, es que ninguna otra iglesia tiene lo que la nuestra: un magisterio formado por analfabetas, por gente que no sabía leer, por pastores y pescadores que oyeron a Jesús predicar, les gustaron sus palabras, se hicieron sus discípulos y comenzaron a aumentar en número. Mientras que los fariseos iban disminuyendo en pique”.
Por tal razón, el padre José Olivares tiene un consejo de oro para los sacerdotes jóvenes: “Háblenle a las personas con palabras sencillas, para que les entiendan. No con teologías, no con filosofías. Eso que nos enseñarlos a los sacerdotes, hay que traducirlo a manera que lo entienda hasta alguien que no fue a la escuela, que no conoce la ‘o’ por lo redondo, como aquellos que al oír los ejemplos que Cristo daba para explicar su Doctrina, les gustó lo que decía y lo siguieron”.
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