Aunque cada historia es única, hay un patrón que se repite con frecuencia: la edad. Foto: Especial
Cada vez son más los padres que expresan una preocupación creciente: sus hijos adolescentes ya no quieren ir a Misa. Lo que antes era una costumbre familiar se convierte en motivo de discusión o tristeza, generando preguntas profundas sobre la fe, la educación religiosa y la relación con Dios.
“La relación con Dios es un vínculo con una persona viva, y como toda relación auténtica, puede atravesar momentos de crisis, de prueba o de redescubrimiento”, señala el diácono transitorio y futuro presbítero Santiago Adame Alemán, miembro de los Cruzados de Cristo Rey y colaborador en la parroquia Santa María de Guadalupe Capuchinas, quien ha acompañado a adolescentes y jóvenes en su camino de fe.
Aunque cada historia es única, hay un patrón que se repite con frecuencia: la edad. Desde su experiencia, esta situación suele presentarse entre los 13 y 17 años y, en muchos casos, obedece más a una etapa de búsqueda personal que a un rechazo definitivo de la fe. Ante este escenario, el sacerdote comparte una serie de consejos para acompañar con esperanza este tiempo de prueba.
Para el diácono Santiago, los jóvenes valoran sobre todo la autenticidad. Si en casa ven una fe vivida con coherencia, aunque imperfecta, se sienten atraídos. Pero si perciben una religiosidad impuesta, ritualista o desconectada del amor cotidiano, eso genera rechazo.
“Si el testimonio de los padres muestra una relación sincera con Dios, los hijos lo notan. Pero si ven que sus padres van a Misa por compromiso y luego se tratan mal entre ellos o se alejan emocionalmente de sus hijos, eso también deja huella negativa”, advierte.
El el futuro sacerdote recomienda no reaccionar con enojo ni imponer de inmediato. Propone que los padres busquen otro momento, fuera del horario de Misa, para dialogar con calma y preguntar con apertura qué hay detrás del rechazo.
Si la razón es simple flojera, puede afrontarse con firmeza y motivación. Pero si se trata de una crisis de fe, lo mejor es acompañar, escuchar y buscar formas creativas de invitar sin presionar, por ejemplo, combinando la Misa con una comida familiar o mostrando interés genuino por sus inquietudes.
“Los padres deben tener claro hasta dónde llega su autoridad. Pueden poner medios, pero no pueden forzar la conciencia de sus hijos. Ni siquiera Dios obliga a amarle”, detalla el diácono transitorio.
Esto implica respetar los procesos, sin renunciar al acompañamiento. Un padre puede seguir proponiendo, creando espacios de diálogo, y sobre todo, amando con constancia.
El sacerdote insiste en que la Misa puede dejar de ser vista como una carga cuando se comprende a quién se va a encontrar: Jesucristo. Si los padres viven la Misa con pasión, la comparten en conversaciones cotidianas, comentan el Evangelio o involucran a sus hijos en el servicio, la Misa deja de ser una obligación y se convierte en una experiencia viva.
De acuerdo con su experiencia, Adame Alemán asegura que los grupos parroquiales, encuentros juveniles y actividades misioneras pueden ser clave para que los adolescentes descubran que la fe también se vive con alegría entre iguales. “El joven evangeliza al joven, dijo el Papa Francisco. Si encuentran a otros que viven su fe con autenticidad, eso también los mueve a cuestionarse”.
“En esta carrera del amor, gana quien ama más y por más tiempo”, afirma. Aún cuando los padres sientan que sus esfuerzos no dan fruto, el amor perseverante transforma. Muchos jóvenes, tras una etapa de lejanía, vuelven con una fe más madura. El futuro sacerdote lo ha visto en su acompañamiento pastoral: quienes se reencuentran con Dios después de una crisis suelen comprometerse con mayor convicción.
Asegura que la crisis de un hijo puede ser también una oportunidad para que la familia profundice su propia fe. “A veces los padres también redescubren su relación con Dios a partir de las dudas de sus hijos”, concluye.
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