P. Julián López Amozurrutia
La quinta y última predicación de Cuaresma en la Catedral Metropolitana de México ha contemplado, como preparación inmediata a la Semana Santa, la intensidad de la experiencia humana que reconocemos en Jesús, tal como lo presenta la Carta a los Hebreos (5,7-9). Los “días de la carne” de nuestro Señor nos muestran de manera casi palpable su solidaridad con nosotros, al haber hecho plenamente suyos nuestros sufrimientos y angustias. Pero también a partir de ellos reconocemos la perfección que alcanzó al poner todo su dinamismo humano en perfecta consonancia con la voluntad de Dios, siguiendo los procesos históricos por los que atravesamos los seres humanos, y convirtiéndose así en autor de la salvación para todos nosotros. La oración de Cristo es ejemplo y forma de nuestra propia oración. Nosotros mismos somos, así, invitados a reproducir la obediencia de Cristo, de modo que podemos participar de su propia piedad, ofreciendo también nuestra humanidad en comunión con él. En las fuertes voces de Jesús, como las que escuchamos, sin palabras, en Getsemaní y en la Cruz, y en sus lágrimas, como las que vimos ante Jerusalén y ante la tumba de su amigo Lázaro, reconocemos nuestros propios gritos y lágrimas, así como los de la humanidad entera. Estar atentos a la intensidad de nuestra propia condición humana nos ayuda a entenderla y asumirla en Cristo, y a vivir más plenamente el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor.
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