“La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den mucho fruto” (Jn. 15,8)
Así concluye el pasaje que acabamos de escuchar, del Evangelio de san Juan. Y la pregunta que nos debemos hacer es: ¿Y cómo puedo yo dar mucho fruto? El pasaje dice que Jesús les explica a sus discípulos que Él es la vid y nosotros sus sarmientos; que Él es el tronco de donde viene la vida, nosotros somos sus ramas. Si estamos unidos a Él, entonces daremos fruto.
De ahí la segunda pregunta: ¿Y cómo podemos estar unidos a Cristo? ¿De qué manera? El ejemplo está muy claro, lo vemos en la naturaleza de todos los árboles. ¿Pero nosotros, seres humanos, cómo podemos estar unidos a Cristo para que demos mucho fruto?
En la primera lectura presenta el libro de los Hechos de los Apóstoles a Pablo convertido; ha encontrado a Jesús, y dice el texto, que en esos primeros momentos de conversión vivía con la comunidad de Jerusalén, que compartía la vida con los demás discípulos, y que esa fue la manera en que desarrolló su unión con Cristo. A Cristo no solamente hay que conocerlo, sino hay que amarlo y servirlo. Y es en la persona de nuestros hermanos, en la persona del que está necesitado, que podemos servir y amar a Jesús. Así lo afirma la segunda lectura del Apóstol San Juan, al exhortarnos a amar no sólo de palabra, sino de obra.
Son dos maneras: la primera, estar en comunidad, no ser discípulos aislados, para compartir la vida; la segunda, estar pendientes de lo que creemos y entendemos, y conociendo las necesidades de los demás, las atendamos en la medida de nuestras posibilidades, y de la misma comunidad cristiana a la que pertenecemos; sea la familia, agrupaciones apostólicas, o la vida de nuestra propia parroquia.
Pero además el Evangelio, al transmitir el ejemplo que pone Jesús: “Yo soy la vid y ustedes los sarmientos” (Jn 15,5), está hablando de esta necesidad de una comunicación constante con Cristo, y eso es lo que Él, nos ha dejado en la Eucaristía. Este Sacramento fuente, centro, y culmen de la vida cristiana, nos lleva a esta comunión con Cristo. Sobre todo de dos maneras: primero, escuchando la Palabra, su explicación e interpretación, para poder conocer la Doctrina de Jesús, sus enseñanzas, sus orientaciones; y segundo, Él se ofrece en la presencia del Pan Eucarístico, Pan de vida, como Él mismo lo describió en este Evangelio de san Juan. Así nos alimentamos de Él.
Al recibir la Comunión Eucarística, recibimos a Cristo. Y Cristo nos nutre, nos alimenta, nos fortalece, nos consuela, y podemos entrar en diálogo y en oración reconociendo su presencia en nuestro interior, y reconociendo que, así como yo comulgo, también mis demás hermanos, discípulos de Cristo, entran en esa misma Comunión.
Si algunos no lo pueden hacer en la Eucaristía que participamos, porque les hace falta acudir al Sacramento de la Confesión, siempre podremos realizar la Comunión espiritual, unirnos a ese Jesús que amamos, y entrar en ese diálogo con Él, diciéndole cuál ha sido la situación por la que nos hemos apartado o hemos caído en un pecado, por qué nos hemos distanciado de poner en práctica lo que sabemos, que es la enseñanza de Jesús.
La Comunión, sea sacramental –recibiendo el Pan de la vida–, o sea espiritual, asumiendo una vez más lo que oímos en la Liturgia de la Palabra, nos nutre, es la savia que va de la vid a los sarmientos. Así también nuestra fe, nuestro creer en Cristo, necesita que esta savia circule por nuestro espíritu, para que crezca, se alimente y se fortalezca. Éste es el sentido de la Eucaristía.
Al llegar a la quinta semana de la Pascua, con la convicción, que durante estas semanas hemos recordado, que Cristo está vivo, resucitado, ahora la Liturgia nos lleva a considerar este Sacramento tan hermoso, tan indispensable para la vida cristiana. Por eso están aquí ustedes, domingo a domingo; por eso la Iglesia nos pide que no faltemos a nuestra participación dominical, porque de lo contrario estaremos en riesgo de ir enfriando nuestro espíritu, al dejarlo distante de Jesucristo.
Pidámosle al Señor que, al igual que ocurrió con Pablo, como lo escuchamos en la primera lectura, que vivía con la comunidad, predicando, hablando en el nombre del Señor, discutiendo; y la comunidad lo apoya cuando ve que los judíos de habla griega intentan matarlo, la comunidad lo conduce a Cesarea para alejarlo del peligro.
Nosotros también, como comunidades cristianas, como Iglesias, hoy más que nunca, en estos tiempos de migración, y a veces de migración forzada por persecución, debemos estar siempre abiertos a ayudar al que necesita, al que está en un riesgo de perder la vida, para darle alguna oportunidad de seguir viviendo y predicando al Señor.
Así creceremos fieles al Señor Jesús, como afirma el texto de hoy: “Las comunidades cristianas progresaban en la fidelidad a Dios y se multiplicaban animadas por el Espíritu Santo” (Hech. 9,31). ¡Que así sea entre nosotros!
+Carlos Cardenal Aguiar Retes
Arzobispo Primado de México
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