“Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo” (Jn. 17,1)
En este Evangelio que acabamos de escuchar, san Juan trata de explicar la experiencia de Jesús en el Huerto de Getsemaní. Mientras que los evangelistas sinópticos presentan de forma abreviada la oración de Jesús al Padre, cuando le pide que no se haga su voluntad, sino la de Él, y acepta el cáliz, el evangelista san Juan amplía esa experiencia de oración. En ese momento Jesús levantó los ojos al cielo, y dijo: “Padre, ha llegado la hora”.
De esta manera, Jesús asumió el destino terrible de ser arrestado, torturado y crucificado. Y lo que hace Jesús es impresionante: pide por nosotros, y lo hace dándole gracias a Dios de haber cumplido su tarea. Dice: “Glorifica a tu Hijo para que tu Hijo también te glorifique. Que por el poder que le diste sobre toda la humidad, dé la vida eterna a cuantos le has confiado” (Jn. 17,1-2). Esta es la primera parte de la oración.
Más adelante dice: “Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste” (Jn. 17,4). Qué hermoso es cuando a un estudiante le preguntan si hizo su tarea, y feliz responde: “sí”. Qué hermoso es ver que ustedes han cumplido su tarea de catequistas, y vienen a agradecer a Dios en esta Eucaristía, al culminar este curso escolar, en el cual se han entregado semana a semana para dar a conocer a Jesús.
Fíjense bien lo que dice Jesús: “La vida eterna consiste en que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien tú has enviado” (Jn. 17,3). ¿Y ustedes a quién han dado a conocer? A Cristo y a su Iglesia. ¿Por qué? Porque como dice al final este hermoso Evangelio: “Ya no estaré más en el mundo, pues voy a ti, pero ellos, Señor, se quedan en el mundo” (Jn. 17,11). Es decir, el Señor está preocupado por nosotros; somos la niña de sus ojos; está pendiente de nosotros.
Esa experiencia –dicha en oración– nos ayuda también a descubrir nuestra propia experiencia de catequistas, y a darle gracias a Dios porque, a través de nosotros, se ha dado a conocer a Jesús, y por lo tanto, a conducir a los otros a la vida eterna, que comienza desde esta tierra, desde este mundo.
En la Primera Lectura (Hch. 20,17-27) tenemos un ejemplo magnífico que quizá muchos de ustedes han experimentado. Fíjense bien cómo narra san Pablo su experiencia evangelizadora: “Bien saben cómo me he comportado entre ustedes desde el primer día que puse el pie en Asia. He servido al Señor con toda humildad, en medio de penas y tribulaciones” (Hch. 20, 18-19).
Así empieza san Pablo a compartir su experiencia. Así que cuando tengamos nuestros problemitas, no nos quejemos, pues son parte de nuestro contexto en el cual el Señor nos envía, y lo que tiene que surgir es mayor confianza, así como san Pablo la tiene en quien lo ha enviado, y en quien le da la fortaleza para afrontar las situaciones que le van tocando en las distintas comunidades.
Pero Pablo dice más: “También saben que no he escatimado nada que fuera útil para anunciarles el Evangelio” (Hch. 20,20). Dar a conocer a Jesús es lo máximo que nos puede suceder en la vida. Es la satisfacción más grande que puede ensanchar nuestro corazón para amar. Y eso es, lo que experimentó Pablo. Y todavía dice más: “Así, sin escatimar nada, lo he hecho para exhortar con todo empeño a judíos y griegos, a que se arrepientan delante de Dios, y crean en nuestro Señor Jesucristo” (Hch. 20,20-21). Esa es la experiencia de Pablo.
Y ahora fíjense cómo contempla lo que él mismo avizora que le va a suceder: “Ahora me dirijo a Jerusalén, encadenado en el Espíritu” (Hch. 20,22). ¿Qué significa estar encadenado en el Espíritu? Que estamos totalmente decididos a afrontar lo que el Espíritu nos presente. Porque el ser humano siempre busca que los condicionamientos sean siempre lo más gratos posible. ¡Y está bien! Por eso le agradecemos a quienes en este encuentro tienen la responsabilidad de la logística, sea de los pequeños momentos para tomar algo, sea de la liturgia, de la música, del coro. Debemos buscar que todo salga bien, pero nuestro Espíritu tiene que estar dispuesto a afrontar cualquier cosa donde las condiciones no sean favorables.
Ése es el Espíritu al que llega el apóstol Pablo, quien afirma: “Voy encadenado en el Espíritu a Jerusalén, sin saber qué sucederá allá” (Hch. 20,22). Va un poco a ciegas de lo que va a suceder, pero con la confianza de que ha sido enviado, de que hace su acción en nombre del Señor. “Sólo sé que el Espíritu Santo me anuncia que me aguardan cárceles y tribulaciones” (Hch. 20,22). Porque antes le había ido como en feria; es decir, había vivido de todo, a veces lo dejaron por muerto, y a veces lo persiguieron y lo arrestaron. “No importa –dice Pablo– estoy encadenado al Espíritu”.
Y eso le hace decir algo que a nosotros quizá nos costaría mucho decirlo: “Por lo pronto, sé que ninguno de ustedes, a quienes he predicado el Reino de Dios, volverá a verme” (Hch. 20,25). Se lo está diciendo a los responsables de la comunidad cristiana de Efeso. Él pensaba que esa ida a Jerusalén iba a ser su muerte, porque ya lo habían perseguido allá. Y lo dice con toda claridad: le duele que ya no los volverá a ver, pero no importa, de todos modos va a Jerusalén.
Históricamente sabemos que sí los volvió a ver, pero él pensaba que no lo haría. Y termina diciendo el apóstol: “Por eso declaro hoy que no soy responsable de la suerte de nadie, porque no les he ocultado nada, y les he revelado en su totalidad el plan de Dios” (Hch. 20,26-27). La conciencia de Pablo está tranquila porque ha hecho lo que tenía que hacer, igual que Jesús. Lo vimos en el Evangelio, Jesús está tranquilo a pesar de que ha llegado la hora: “Glorifícame, Padre. Sígueme acompañando, no importa lo que pase” (Jn. 17,1).
Las lecturas que hoy presenta la liturgia nos preparan para el próximo domingo. ¿Qué vamos a celebrar el domingo que entra? ¡Pentecostés! ¿Y qué significa la fiesta de Pentecostés? La venida del Espíritu Santo. ¿Quieren ustedes estar encadenados al Espíritu? Pues, bien, estas lecturas nos preparan a tener esa actitud para recibir al Espíritu Santo.
Ustedes, como catequistas, sepan que tienen que compartir con sus catequizandos lo que han vivido. No se queden solamente en el discurso de las enseñanzas, de la teoría de nuestra doctrina, abran su corazón y díganles lo que ha significado para ustedes ser discípulos de Cristo. Eso es muy importante en la catequesis, pues así se establecerá una relación espiritual entre catequista y catequizandos, por el Espíritu de Dios, compartiendo la experiencia de vida a la luz de la Palabra.
Y así nos prepararemos para Pentecostés, de manera que en esta Eucaristía los invito a todos a que pongamos sobre este altar nuestras ilusiones y proyectos. Hace un momento, dos de ustedes, mientras caminábamos, me preguntaron: “¿Y qué vamos a hacer con los padres de familia?”. Precisamente esas son las ilusiones, los proyectos, que debemos poner sobre la mesa. Necesitamos a los padres de familia en el proceso de la catequesis, y encadenados al Espíritu, lo vamos a lograr.
Hablémosle al Señor de nuestra disposición, de nuestra actitud, tal como lo dijo Jesús: “Te he glorificado, Padre, porque he cumplido mi tarea”. ¡Que así sea!
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