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Homilía del XXIII Domingo del Tiempo Ordinario

“Puesto que ustedes tiene fe en nuestro
Señor Jesucristo glorificado, no tengan favoritismos” (Stg. 2,1)
Con un ejemplo muy claro, el Apóstol Santiago muestra cuál debe ser la actitud de un discípulo de Cristo en cuanto a su relación con los demás: no tenemos que dejarnos llevar por las apariencias de cómo está vestida, arreglada u ordenada una persona, o si es un pordiosero o un hombre muy pobre. De esta manera, el Apóstol recuerda el principio fundamental que ha traído Jesucristo al mundo: el reconocimiento de la dignidad de la persona humana, sea cual sea su edad, sea cual sea su género, sea cual sea su condición.
Cuando nos encontramos con los demás, nosotros debemos aprender a abrir nuestra mirada y nuestro corazón para buscar su interioridad, no simplemente su apariencia. Solamente así podemos fundamentar y desarrollar una verdadera amistad que nos conducirá a la experiencia de fraternidad.
Cuando solamente nos dejamos llevar por las apariencias (El refrán dice: “las apariencias engañan”) no podemos tener esa hermosa experiencia de la hermandad, de la solidaridad y del amor. Este principio del reconocimiento de todo ser humano en su condición de hijo de Dios, en su dignidad, como persona, es algo, a lo que hay que estar atentos, porque no se nos da espontáneamente (ojalá así fuera). Más bien, estamos inclinados por los contextos socioculturales – y la educación que veces recibimos– a mirar más lo externo de la persona, que a la persona misma.
Este domingo, el Profeta Isaías anuncia en la Primera Lectura que la salvación de Dios –efecto que redime y que transforma verdaderamente al ser humano y a la sociedad– es como cuando un ciego recobra la vista; como cuando un sordo recobra la capacidad de oír; como cuando un cojo salta y camina como quien tiene la salud de sus dos piernas; como cuando un mudo canta (Is. 35,5-6).
De la misma manera en que ocurre esta transformación de la naturaleza humana para llevarla a su plenitud –nos dice el Profeta Isaías–, también la misma creación pasará de ser un desierto a un manantial de aguas; pasará de ser tierra sedienta a un estanque donde se beba la vida, donde se le dé vida a toda la creación (Is. 35,7).
Y en el Evangelio que acabamos de escuchar (Mc. 7, 31-37), esta Primera Lectura la vemos ya no sólo como un anuncio del Profeta Isaías, sino como realización en la persona de Jesucristo. ¿Qué hace Jesús? Se acerca a todo tipo de personas, está recorriendo la rivera del Mar de Galilea y encuentra a un hombre sordo y tartamudo, y tocándolo, le transmite la capacidad de oír y la capacidad de hablar correctamente (Mc. 7, 32-36). Jesús está realizando esta experiencia de acercarse a todo ser humano, de aceptarlo en sus condiciones, y entonces la fuerza divina que está en Él, toca al otro, toca al ser humano y los transforma.Y cuando vemos algo semejante, podemos decir como se señala al final de este pasaje: “¡Qué bien lo hace todo!” (Mc. 7,37) Pero Jesús insiste en que no sea simplemente esto lo que nos admire, lo que nos sorprenda, sino que sea la propia experiencia, que hagamos como Él, porque también en nosotros actúa el Espíritu de Dios cuando nos acercamos al otro, con ese reconocimiento de su dignidad y de su condición de hijo de Dios.Por eso, en la historia de la Iglesia tantos hombres y mujeres –que hoy están canonizadas santos– también han hecho maravillas, y podemos decir que eran hombres muy santos, sí, pero esa capacidad de consuelo, de generar esperanza, de alentar al otro para que no tenga miedo ante las adversidades que debe afrontar, también la tenemos nosotros, también podemos transmitir esa presencia de Dios que está en nuestro interior y en el interior de los demás.Por eso, es importante que nuestras conversaciones con los demás no sean simplemente sobre los contextos periféricos de la vida: el tiempo, el deporte, el clima; es decir, conversaciones superficiales, sino que lleguemos a conversaciones de fondo, de lo que llevamos dentro, de lo que nos hace ir adelante en nuestra vida, de lo que es para nosotros nuestra esperanza y nuestra ilusión, de lo que quisiéramos ver en nuestro entorno, sea de familia, de colonia, de barrio, de pueblo, de la gran ciudad. Está en nuestras manos el proyecto salvífico de Dios.Esa es la razón de la venida de Jesucristo al mundo: Dios con nosotros; camina con nosotros, se hace presente en medio de nosotros. Aprovechemos siempre esta celebración dominical para fortalecer nuestra fe en esa presencia de Dios que, de manera admirable y misteriosa, sorprendente, se realiza en cada Misa, presencia de la cual estamos invitados a participar para recibir en nuestro corazón a Cristo, a Jesús-Eucaristía.Con estos ánimos, con esta motivación que nos brinda hoy la Palabra de Dios, también nosotros abramos nuestros oídos y tengamos la capacidad de conversar y actuar con los demás como lo hizo Jesús. ¡Que así sea!
+Carlos Cardenal Aguiar Retes
Arzobispo Primado de México
Sistema Informativo de la Arquidiócesis de México

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