La caravana de más de 7.000 migrantes centroamericanos sigue marchando a través de México hacia los Estados Unidos. Esta marea humana que salió de Honduras el 13 de octubre, pasó por la diócesis de Tapachula, en el estado mexicano de Chapas.
Mons. Jaime Calderón Calderón, que participa en el Sínodo de los Obispos en el Vaticano, habla de una situación que “como Iglesia nos desafía”.
“Las primeras imágenes que recibimos -dice- son motivo de gran preocupación porque vimos un gran contingente, aunque no sabemos exactamente cuántas personas formaban parte de esta caravana. Pero lo que sabemos exactamente -y lo hemos hablado con nuestros hermanos sacerdotes- es que siguen siendo “seres humanos”, que debido a situaciones de violencia, pobreza, inseguridad y falta de oportunidades han tomado la decisión de dejar lo poco o nada que tenían en su tierra para lograr un sueño -el sueño americano- de una vida mejor. Y esto a nosotros como la Iglesia nos desafía”; añade el prelado.
“No tenemos el poder de determinar el estatus legal de una persona”, continúa. El Estado es el encargado de aclarar y evaluar eso. Pero lo que ciertamente debemos hacer, como creyentes, es ofrecer a estas personas algo de ayuda, en la medida de nuestras posibilidades. Es un hecho: la caravana ha llegado y ha pasado por nuestra diócesis de Tapachula, que es la puerta de entrada a la frontera sur: en este momento, una marea humana está pasando por allí”.
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“Mis sacerdotes y mi comunidad están respondiendo a la llamada que se ha hecho para ayudar a todas estas personas, junto con otros grupos u organizaciones no gubernamentales”, subraya monseñor Jaime Calderón Calderón, explicando que no fue fácil porque “nuestra comunidad -recuerda- no es rica y no tiene muchos recursos: nuestra comunidad es pobre. Nuestros fieles han sacado el pan de sus bocas para ayudar a esta gente”.
El obispo de Tapachula ve entonces en esta situación “una oportunidad para servir en la caridad a todos aquellos a quienes reconocemos como hermanos, cualquiera que sea su confesión”.
“En el momento de una crisis humanitaria, estamos llamados a dar ayuda y consuelo, sin juzgar a nadie”, afirma.
Estando aquí en Roma -explica- vivo toda esta situación con gran angustia porque, por un lado, tengo que terminar un trabajo que me ha pedido mi Conferencia Episcopal y, por otro, me gustaría estar en el lugar para ayudar.
“Volveré lo antes posible, pero es reconfortante saber que todos nuestros sacerdotes están trabajando en el campo y están respondiendo con profunda fe y gran caridad”.
“Todo esto me hace pensar que de una tragedia tan grande Dios consigue sacar lo mejor de cada uno, y esto es consolador. Cuando todo esto termine, tendremos que detenernos a reflexionar, evaluar y dar gracias a Dios porque al final lo que quedará será la experiencia cristiana y no la experiencia del sacrificio”, concluye.
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