P. Julián López Amozurrutia
P: Corazón de mujer. Talitá kum. Óyeme, niña, levántate. En realidad, tú sigues de pie, en este momento sombrío. Levántate y no te quedes afuera. Levántate, te digo, tal vez para que me sostengas cuando estoy a punto de desplomarme. Una familia dividida no puede subsistir. Cuando unas voces ociosas, tal vez las mismas que iniciaron el proceso de su condenación, lo acusaron de expulsar a los demonios con el poder de Belzebú, él nos hizo ver que una familia dividida no puede subsistir. Y señaló, dentro de la casa, a quienes estaban sentados alrededor de él como su madre y sus hermanos. No se puede quedar afuera un miembro de la familia. Para no derrumbarnos, nos ayuda verte de pie. Corazón inmaculado de mujer. Más que nunca te necesitamos dentro, para que nos enseñes, con él ahora ausente, a ser hermanos y hermanas de Jesús. Mira: un grupo de mujeres observa desde lejos. Vengan, hermanas, vengan. La madre también requiere consuelo.
M: Yo estaba en casa, postrada por la enfermedad, cuando el marido de mi hija, Simón, y su hermano, Andrés, trajeron a tu hijo consigo. Mi casa fue entonces su casa. Le hablaron de mí. Él se acercó, me tomó de la mano y me levantó. Se esfumó la fiebre y acabó la postración. ¡Cuántas cosas empezaron a pasarles desde que él los llamó! Mi único deseo era servirlos. Mucha gente, muchísima, vino con ellos. El tacto amable de su mano sólo puede compararse con la dulzura de sus palabras. Todo en él fue una caricia que reincorporaba a la vida. ¿Me permites, María, acercar mi mano a tu mejilla y enjugar esa lágrima? La familia cuenta contigo, mujer. Los Doce son frágiles, en realidad. No sé cómo los eligió. ¡Simón Pedro, por ejemplo! ¡Ay, María! Es rápido para reaccionar, impetuoso, pero no controla su pasión. Es noble y generoso, pero no ha dejado de ser un chiquillo, que requiere corrección. Toma mis manos. Aquí estamos, juntas y disponibles. Algo nuevo está llegando. Apoyemos a los hermanos.
Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
P: Otras dos mujeres se aproximan. Ambas con una vitalidad incontenible. Se distancian por la edad, pero parecen ser hijas del mismo evento. La mayor deja entrever una timidez esquiva que tal vez la caracterizó en el pasado, pero se vuelve de pronto segura y desenvuelta. Mueve las manos como si fuera a tejer una esperanza. Te aborda, titubeante, sabiendo que eres la madre dolorosa. Pero se atreve, finalmente, develando de pronto su rostro añejo. Su voz tiene la calidez aterciopelada del vino.
M: Yo me acerqué a tu hijo, segura de su fuerza. Mucha gente nos empujaba por todos lados. Yo me empeciné, a pesar de que las mareas de gente me atropellaban. De pronto, finalmente su porte quedó a mi alcance. Apenas le veía la espalda, por detrás. Pero era él, no había lugar a dudas. Por doce años yo había soportado que la vida, la vida que Dios me había dado, se escapara de mi cuerpo en un flujo incontenible de sangre, que me tenía marchita. Bastará tocarlo, pensé. Bastará tocar su vestido, para que se detenga esta muerte paulatina. La vida es de Dios, y este hombre es de Dios. Me devolverá vida. Y así fue. Un calor intenso me sobrecogió, apenas rozarlo, y una alegría indescriptible inundó mi corazón. De pronto empezó a gesticular. “¿Quién me ha tocado?”, preguntó a alta voz. “¿Quién me ha tocado?” Y sus seguidores lo increpaban, desconcertados, porque eran muchos los que lo tocaban. Pero yo entendí que se refería a mí. Yo le había robado vida, y él me estaba buscando. Me dio mucho miedo de pronto. ¡Tantas veces me habían hecho a un lado, como persona impura! Creí que me amonestaría. Pero no fue así. Temblando, me le acerqué de nuevo y le dije toda la verdad, con la cabeza gacha. Él me tomó el mentón y me hizo suavemente levantar la mirada. Y entonces lo vi. Lo vi de frente, María, como ahora te veo a ti. ¡No hay duda de que es tu hijo! Me sonrió, y me dijo lo más importante que me han dicho en toda mi vida. “Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad”. Toda mi fe, toda mi vida, toda mi salud, quedó adherida a su palabra. Y desde entonces, María, sé por qué vivo. Sé por quién vivo. Abrázame, mujer. Su sangre no cayó en vano.
Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
P: La otra mujer es muy joven. Tal vez como tú cuando te convertiste en madre. Lleva un cuidado vestido judío. Aun en este momento difícil, sonríe. Se adivina traviesa, como si por todos los poros le brotara una luz sorprendida. Te hace una leve reverencia, y reitera su sonrisa. Obtiene como recompensa la tuya, que es también brillante y tierna. Ahora eres tú quien se adelanta a abrazarla, como si fuera tu propia hija. Y la escuchas con cautivada atención.
M: Mi papá es jefe de una Sinagoga. Su nombre es Jairo. Yo entré al abismo de la muerte a mis doce años, en un sueño intenso de reposo ambiguo. Sólo recuerdo que me había dormido, y no sé si soñé algo. Tal vez había gritos alrededor. Pero yo ya no escuché más. Hasta que en un instante una hermosa voz de hombre como si fuera Dios se dirigió a mi. “Talitá kum”, balbuceó. Y como una chispa de alegría me despertó. Respiré muy hondo, un aire lindo que me hizo estremecerme. Él estaba tocando mi mano, con el mismo calor vibrante de mi padre. Ahí estaba él también, con mi madre y mis hermanos. Estos hermanos: Pedro, Santiago y Juan. Y les dijo a mis padres que me dieran de comer. ¡Qué hambre, tenía! Era como si nunca antes hubiera comido nada. El pan era muy bueno. El agua, fresca. El pescado, sabroso. Tú me entiendes, ¿verdad, María? No hay nada que temer. Él sabe lo que hay que hacer.
Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
P: María besa la frente de la niña cuando una voz con acento extranjero interviene, con cierta audacia, incluso con noble impertinencia. Hay algo grave y terroso en sus palabras. Es combativa, sin arrogancia alguna. No tiembla, pero suplica. No exige, pero tampoco cede. María dirige aún una caricia en la cabellera a la hija de Jairo, para enseguida concentrar toda su atención en aquella extranjera. Su porte ajeno es, sin embargo, inconfundiblemente familiar, como todo lo humano, para quien sabe captarlo. Sin más preámbulo, se presenta con inesperada y exquisita cortesía.
M: Yo vivo en Tiro. No soy judía. Pero soy madre, y conozco la desgarradora angustia del combate al demonio. Cuando uno tiene a sus hijos, espera lo mejor para ellos. Al menos una vida normal. Pero las cosas no son nunca como las imaginamos. Para mi hija fue terrible. Era como si me la hubieran secuestrado, aunque estuviera siempre conmigo. Vejada, sus ojos se perdían en un abismo cruel, y sus muecas eran turbias y lascivas. Supe que el profeta había llegado a nuestra comarca, y se hospedaba discretamente en una casa. No tardé en llegar. Aunque fue amable, no quería molestar a los judíos que lo seguían. Los llamó hijos, dando a entender que su poder se reservaba para ellos. Yo no iba a ceder. La fama del Dios de Israel había llegado a mis oídos, y sabía de su poder liberador. Tu hijo era un hombre bueno. El más bueno de los hombres. Desde el principio estuve segura de que no nos negaría la libertad. Si hasta los perritos en la casa son queridos, ¿no intervendría en favor de una niña atormentada? Me dijo que sí. Que el demonio ya había salido de mi hija. Y, en verdad, cuando llegué a la casa la encontré acostada, tranquila. El espíritu inmundo se había ido. Tu hijo es, María, digno de fe. No pertenecemos a tu pueblo, pero para mí eres hermana de mesa y de cama. En lo que pueda, mujer, estamos contigo.
Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
P: Con paso trémulo, una mujer anciana toma también la palabra. Ha esperado su momento. No quiere importunar. Pareciera estar sumida en sus propios pensamientos, pero en realidad está atenta a cuanto ocurre a su alrededor. No está sola. Sus recuerdos la acompañan, y discute con las sombras de su pensamiento. Ha sido fiel toda su vida, y hoy persevera con ella la piedad de Israel. Algunos tal vez la supondrían enajenada. Pero guarda una lucidez de siglos, trayendo hasta el presente la memoria y la esperanza.
M: Yo no me di cuenta. Pero dicen que cuando fui al templo, a presentar mi ofrenda, él me miró con atención. Cosas sin importancia. Ya soy vieja. ¿Para qué aferrarme? Mejor darle al Señor lo que tenemos, para que su gloria sigua brillando en el templo. ¿Era tu Hijo, María? Dicen que él habló de su cuerpo como el nuevo templo. De ti lo tomó, mujer. En ti se tejió ese nuevo templo. Ten. Estas dos monedas han llegado ahora a mis manos. Recíbelas. A ti te harán más falta que a mí. Los hermanos de Jesús quieren que tú seas su madre. No los abandones. Haz lo que puedas por ellos. No es tiempo de lamentarse. Hay mucho que hacer. Disculpa si no me quedo mucho tiempo. Debo regresar pronto. No olvides lo que ha pasado. Todo tiene una razón. Aunque ahora no lo comprendas, llegará el tiempo de entender. Te dejo, María. Es tarde. Hay que volver a la oración.
Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
P: María ve a la mujer alejarse, y con un leve gesto se despide. La observa también con atención, como antes lo hiciera Jesús. Conmovida y admirada, toma las dos moneditas entre sus manos y se recoge, dando gracias a Dios. Su providencia no falla. Con los ojos cerrados y el corazón sereno, goza la paz de la ofrenda. De pronto, una presencia fragante acompasa su oración, y levanta la vista, admirada. Una hermosa mujer la contempla.
M: Un perfume muy especial derramé sobre su cabeza. Fue en la casa de Simón el leproso. Rompí el frasco y lo impregné de aceite de nardo. “¡Qué despilfarro!”, se quejaron los hombres. Pero no me importó. Y a él tampoco. “Déjenla”, dijo. “Lo que ha hecho está bien. Se ha adelantado a ungirme para mi sepultura”. Yo no entendí, María. Sabía que le tenían envidia, y que muchos lo reprobaban. Pero no imaginé que ya hubiera previsto su partida. Supo ver en mi gesto más significado del que yo misma le atribuía. Aunque lo hice, ciertamente, con todo mi corazón. Con mi corazón de mujer. Hoy menos que nunca me arrepiento. Después de mi homenaje, sólo la sangre que brotó por las espinas de aquella corona y el sudor de su fatiga surcaron su bendito rostro. Al verte ahora, madre, descubro el aroma de una pureza que no imaginé posible. Tu amor es distinto. Entiendo que seas su madre. Contigo me siento también segura. Sólo quería que lo supieras. Mis respetos, señora.
Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
P: La mujer acercó sus labios para besar las manos en las que María guardaba aún las monedas de la anciana. Todo confluye, como ocurrió también en la Cruz. El dolor de muerte no ha cesado, y el cáliz del sacrificio ha dejado aún el sabor amargo de su bautismo. Sin embargo, un poderoso coro femenino sostiene al mundo cuando todo parece desmoronarse.
M: Yo soy María de Magdala. Yo soy María, la madre de Santiago y de José. Yo soy Salomé. Hemos visto todo, de lejos. ¿En qué podemos ayudar? No lo dudes, María, estamos aquí para lo que se ofrezca. Mañana no podremos salir, pero el primer día de la semana iremos al sepulcro para completar la unción. Nos fijamos bien dónde lo pusieron y cómo lo cubrieron con una sábana. Lo hemos seguido desde el principio. No lo abandonaremos ahora. No te preocupes por nada. Lo haremos con gusto. Tú descansa, mujer. Nosotros nos hacemos cargo.
Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo. Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
P: Corazones fuertes de mujer palpitan al unísono, Con ellas, solo con ellas, la entrega del Hijo se dignifica. La familia nunca existirá sin ellas. La madre y los hermanos y hermanas de Jesús proclaman la buena noticia de la esperanza. Contigo aprendemos, María, a no tener miedo. A creer, a esperar y a amar. A vigilar y a proteger. A nacer y a morir. A morir para nacer.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
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