“Padre, te pido por mis discípulos, y también por
los que van a creer en mí por la palabra de ellos” (Jn. 17,20).
Hoy ha sido proclamado un texto del Evangelio de san Juan (Jn. 17,20-26), cuya intención es prepararnos al próximo Domingo de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo. El texto presenta esa parte medular de la oración de Jesús a su Padre, cuando ha llegado la hora.
Los Evangelios Sinópticos presentan de manera muy sintética la oración de Jesús en el Huerto de Getsemaní. San Juan, en cambio, siendo un Evangelio muy posterior, presenta una versión mucho más amplia, que refleja los sentimientos e inquietudes que se mueven en Jesús, ante la cercanía de su Pasión, Muerte y Resurrección.
En este Evangelio, es hermoso escuchar cómo Jesús, sabiendo que la muerte venía, se dirige a su Padre con plena confianza. Pero no sólo le dice: “Padre, si te es posible aparta de mí este cáliz”. No sólo le dice: “Estoy dispuesto a hacer tu voluntad, y no la mía”, sino que además le dice: “Padre, no sólo te pido por mí, sino por mis discípulos, los que tú me diste, los que tú me entregaste; te los recomiendo, ayúdalos, acompáñalos” (Jn. 17,20). Todavía más, Jesús no se queda ahí, y agrega: “También te pido por los que van a creer en mí por la palabra de ellos”.
Fíjense nada más en qué fragilidad deposita Jesús la confianza de que sus discípulos serán capaces de transmitir de generación en generación, siglo tras siglo, quién es Jesús el Maestro, el dador de la vida, el acompañante perenne que nos conduce a la vida eterna, a través de nuestra palabra.
De por sí la palabra es muy frágil. La escuchamos, pero así como la escuchamos se va, vuela, y si no la recogemos en nuestro corazón, es como si no la hubiésemos escuchado. Y en esa fragilidad de la palabra, Jesús tiene toda la confianza en su Padre, de que sus discípulos serán capaces de seguir transmitiendo la fe, la convicción de que a las puertas del sufrimiento, el dolor y la muerte está la vida: la resurrección; la convicción de que el ser humano no acaba con la muerte, sino que ésta es camino que hay que afrontar para llegar a la gloriosa resurrección.
Y por eso Jesús les promete –y así lo realiza– que les enviará el Espíritu Santo porque se lo va a pedir a su Padre, en quien tiene toda la confianza. Porque es este Espíritu Santo el que nos ayuda no solamente a abrir nuestro oído a la palabra del testigo de la fe, del que ya es un convencido seguidor de Cristo, sino también a bajarla al corazón para que en ella se disciernan las inquietudes propias del ser humano ante lo que sucede y ante lo que encuentra en los contextos de vida.
Porque los contextos socioculturales, las relaciones interhumanas, a veces nos provocan sentimientos muy negativos: odio, rencor, deseo de venganza, querer tomar la justicia por la propia mano, impaciencia, intolerancia, que nos llevan a conductas como las que vivimos hoy en nuestro país: de conflicto, de confrontación, de violencia verbal constante, de descalificación y finalmente de muerte.
¿Ven la importancia de ser discípulos de Jesús? Estamos llamados para que, recibiendo el Espíritu de Dios, lo que se mueve en nuestro corazón hacia el mal, sea desterrado, que no crezca para que no llegue a la acción, que se quede allí sepultado. En cambio, que las inquietudes que van hacia el bien y en la búsqueda de la verdad, se encaucen, se compartan con los demás. Por eso el discípulo de Jesús es un discípulo en comunidad, es un discípulo en Iglesia, que camina a la luz y bajo la custodia de un sucesor de los apóstoles, para darle esta unidad divina del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, a la comunidad de los discípulos de Jesús.
Es cierto que muchas veces la misión que Jesús nos ha dejado se torna dolorosa, como la que vemos en la Primera Lectura que sufre el apóstol Pablo (Hch. 22, 30; 23,6-11), persecución, tribulación, casi linchamiento, y sin embargo, el apóstol escucha en su interior la voz de Dios que le dice: “Pablo, ¡ten ánimo! porque así como en Jerusalén has dado testimonio de mí, así también tendrás que darlo en Roma”.
Mucha veces hoy también nosotros tenemos que dar testimonio de Dios en el seno de nuestra familia, del barrio, de la colonia, de la población, de nuestra ciudad y de la misma Iglesia. Tenemos que aprender ese discernimiento movidos por el Espíritu de Dios, y por eso es tan importante compartir lo que llevamos dentro, no quedarnos con ello, porque puede ser que nos ganen las inquietudes negativas sobre las inquietudes buenas, impulsadas por el Espíritu de Dios.
Ven por qué venimos aquí a los pies de María de Guadalupe, quien sí sabe escucharnos, orientarnos y acompañarnos. ¿Qué sentimientos creen ustedes que vivió cuando veía a su Hijo que era burlado, con ironías, en el camino al Calvario?, ¿Qué sentimientos debió tener cuando supo que estaba sentenciado injustamente a muerte? ¿Y cuando lo ve sufrir en la cruz? Sin embargo, ¿cuáles fueron los sentimientos que prevalecieron en su corazón? Los de madre, los de la ternura, los del compromiso. Jesús le dice: “Ahí tienes a tu Hijo hoy, son mis discípulos” (Jn. 19,26); y a los discípulos: “Ahí tienes a tu madre” (Jn. 19,27).
Hoy venimos muy gozosos y alegres a decirle a María de Guadalupe: “Tú que viniste a plantarte en esta tienda del Tepeyac para cuidar de nuestro pueblo mexicano, ayúdanos a salir de estas situaciones de confrontación, de polarización y de simple lucha de poder. Ayúdanos a encauzar las inquietudes buenas que son para buscar la fraternidad, la justicia y la paz. Ayúdanos a descubrir cuál será el mejor futuro para nuestra Patria. Pidámoselo con mucha devoción y confianza a María, nuestra Madre de Guadalupe. ¡Que así sea!
+Carlos Cardenal Aguiar Retes
Arzobispo Primado de México
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