Mons. Salvador Martínez
Desde el punto de vista geográfico, el Evangelio de San Marcos tiene dos partes. El ministerio de Jesús en Galilea (Mc 1,1-8,26) y la subida hacia Jerusalén (Mc 8,27-16,26).
El pasaje que leemos hoy se encuentra hacia el final de la primera parte del Evangelio y representa una confrontación profunda entre Jesús y las autoridades judías representadas por los fariseos y en los escribas venidos de Jerusalén. El tema de la confrontación versa sobre el sentido de lo que es puro e impuro.
En primer lugar es importante considerar el origen de dónde se consideraba que algo fuera puro e impuro. Está testimoniado en los libros Éxodo, Levítico y Números que las cosas y las personas son puras por la relación que guardaban con lo sagrado. Por ejemplo, el Arca de la Alianza que Dios le mandó construir a Moisés no podía ser tocada por cualquier persona. Esa función estaba reservada para los sacerdotes porque una persona no sagrada resultaba impura para tocar un objeto sagrado. Lo mismo sucedía en el sentido contrario. Cuando alguna persona había tenido que ver con algún objeto sagrado, para regresar a la comunidad debía purificarse porque estaba impuro para estar con las personas comunes.
Bajo este aspecto, impuro no quiere decir sucio o malo. Simplemente quiere decir que hay una distancia entre lo sagrado y lo profano, y para pasar entre ambos ambientes es necesario hacer ritos de purificación. La vida cotidiana de los judíos tenía momentos sagrados: la comida era considerada uno de ellos. Por este motivo había que hacer ritos de purificación en torno a la comida y los utensilios para prepararla.
Pero Jesús relaciona la noción de puro e impuro no solamente con lo sagrado, sino también con lo moral. Esto también lo contemplamos en el Antiguo Testamento sobre todo en el libro del Levítico. Todo aquello que está en contra de la voluntad de Dios es considerado impuro. Por lo tanto es negativo y malo.
Jesús apela al sentido profundo de las tradiciones, que no se reduce a cumplir reglas de pureza ritual, sino a comprender la propia vida como un camino de relación con Dios. Jesús entonces declara que lo que hace impuro al hombre no es el cumplimiento de normas externas, sino aquello que surge de su corazón. Porque del corazón vienen muchas acciones malas las cuales hacen a la persona impura, es decir, antagónico con la voluntad de Dios.
Esta discusión, casi al final del ministerio de Jesús en Galilea, nos muestra cómo la forma en que Jesús interpretaba el Antiguo Testamento se enfrentaba sobre todo con la manera en que el grupo fariseo enseñaba a cumplir con la Ley de Moisés. El acento de Nuestro Señor es la persona completa, interior y exterior. En cambio la perspectiva de los fariseos no parecía ser así.
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