El texto que leemos hoy en el evangelio consta de dos partes. La primera parte es un diálogo entre Juan y Jesús (vv. 38-41) y la segunda parte es una enseñanza (vv. 42-48). En la primera parte Juan informa al Señor que habían prohibido a un hombre expulsar demonios en nombre de Jesús ya que este hombre no era de los que seguían a Jesús.
El Señor lo corrigió indicándole que no era posible realizar obras poderosas y al mismo tiempo hablar mal del Hijo del Hombre. Jesús concluye su intervención con una máxima: “quien no está contra nosotros está con nosotros”.
Recordemos que estamos dentro del camino de subida hacia Jerusalén, en la etapa en que Jesús iba enseñando a los discípulos a comprender con mayor profundidad los principios del Reino de los Cielos que no pocas veces son diferentes con la forma de pensar netamente humana. Juan, el discípulo, manifiesta una forma de ser elitista, bajo la premisa de que solamente los seguidores o miembros del grupo estaban autorizados para obrar milagros en nombre de Jesús. Pero el Señor desarma esta forma de pensar, al corregir a su discípulo.
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La llegada del Reino de Dios ciertamente es un poder para dar vida y salud. Desgraciadamente, Juan incluía dentro del ejercicio del mismo una cláusula de exclusividad social, una especie de marca registrada, cuyo requisito era la pertenencia al grupo. Jesús rechaza esta actitud, el Reino de los Cielos no es una marca registrada, sino la irrupción del poder de Dios por la fe de las personas, una fe que, siendo coherente, es capaz de obrar maravillas y por tanto requiere de una pertenencia que va más allá del grupo.
La segunda parte del texto aborda la importancia de responsabilizarse de las propias acciones y los propios impulsos. La enseñanza se desdobla en dos temas. El primero de ellos es sobre el buen ejemplo, pues Jesús previene a los discípulos para que no seamos causa de escándalo para los demás. El segundo tema supone que el valor absoluto para todos nosotros debe ser la entrada o participación en el Reino de los Cielos, contra lo cual suelen actuar algunos impulsos personales.
Para exponerlo, Nuestro Señor se vale de las partes del cuerpo: el ojo, el pie o la mano. Todos ellos símbolos de conocimiento, de costumbres y del poder de obrar, si no se usan correctamente pueden impedir nuestro ingreso a la vida eterna. Por ello, Jesús nos previene de dar satisfacción a cualquier búsqueda de conocimiento, cualquier costumbre viciosa o cualquier ejercicio del poder, sería mejor renunciar a ello; simbólicamente quedarse tuerto, cojo o manco, en esta vida.
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