Hubo un sacerdote que toda su vida se empeñó en sólo mantenerse fiel. Rezaba las horas correspondientes, celebraba cuando tenía que hacerlo, y sólo buscaba no caer. Ya de viejo, se entristeció cuando un niño de su comunidad no supo quién era él… no lo supo porque el sacerdote nunca impactó su vida. El sacerdote vivió más con miedo que con el ímpetu de amar. Con los años se había olvidado del sueño que alguna vez tuvo de niño: ser un anciano sacerdote feliz por haberse dado todo al Cuerpo Místico de Jesús, su Iglesia. El viejo sacerdote dejó de lamentarse y entendió el sentido de la Cruz de Cristo…
Soy Jorge Arredondo, seminarista del Conciliar de México. Mi historia empezó antes de la carrera universitaria. Había elegido aquella carrera pensando en el dinero, ese dinero que –hoy entiendo– atosiga y sofoca cuando es el fin y no el medio por el cual se busca algo más grande que uno mismo.
Fue en esos días que entendí la importancia de mantenerme fiel al amor de Dios. El amor no puede comprometerse con nadie y menos con el mundo; el amor se entrega en todo lo que es; el compromiso conlleva a buscar algún interés propio, no la entrega al otro. No se puede negociar con la Cruz… o la buscas o te buscas a ti mismo. Así que, mortecino, triste y agobiado porque estaba encaminado por una vía que sólo labraba para mis propios intereses, decidí salirme de la carrera.
Los consejos de la gente no paraban: “para sobrevivir al mundo…”, “así funciona el mundo, haz…”. Pero no fui creado para este mundo, vivo en él, pero busco algo fuera de él. No podía seguirme comprometiendo con el mundo. Fue en este tenor de reflexión que el consejo de un amigo llegó: “Ve con la Virgen de Guadalupe, pídele que le pregunte a su Hijo qué quiere que hagas.” La Morenita, desde que recuerdo, siempre ha estado conmigo.
Fui a la Villa y se lo pedí. En Misa, durante la consagración, sentí mi llamado al sacerdocio. Hoy entiendo que es siempre Dios quien da el primer paso en todo. No se trata de “amarlo sobre todas las cosas”, sino dejarse amar, responder, es lo mínimo que se puede hacer ante ese amor, desnudo, completo, total y real en la Cruz. Si el llamado al sacerdocio viniera de alguien que no fuera quien comparte su propio Sacerdocio, sería un fraude.
Me limitaba el temor a una vida de renuncia entera. Pero lo que parece un paso al vacío deja de serlo con Jesús. Qué miedo debía tener con la Morenita diciéndome: “no tengas miedo, ¿no estoy yo aquí que soy tu Madre?” Entendí que había llegado a ese cofre, a la perla preciosa. A la santidad se llega en cualquier llamado, pero yo vendí todo (“fiat”) por esta vocación de Dios. Al final, con Él ¿qué tengo que perder?
“Nunca he tenido miedo a fallar”, dice Michael Jordan. El sacerdote de la historia del comienzo vivió tratando de no fallar, no confiando en Dios, no viviendo la felicidad del Evangelio. Eso es ser discípulo: amar tanto a Dios que no puedas hacer otra cosa que no sea difundir el amor de Jesús, querer que los demás también se enamoren y, así, enamoren a otros.
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