Alejandra María Sosa Elízaga
Un sitio de internet publicó un artículo muy interesante, en el cual el autor hacía notar que los católicos acostumbramos usar ciertas palabras o expresiones que aprendimos desde chicos, pero que a los jóvenes y adultos que están apenas descubriendo, o redescubriendo la fe católica, les suenan rarísimas y no tienen idea de a qué se refieren.
Mencionaba numerosos ejemplos de palabras y frases, y explicaba lo que algunas personas creían que significaban (en algunos casos ello era muy chistoso), y luego aclaraba lo que en realidad significaban.
Sorprendentemente, dicha lista incluía la frase ‘ir de misión’. Decía que es muy común que en la Iglesia se escuche que se está organizando ‘una misión’, o que jóvenes van a ir ‘de misión’, en Semana Santa, pero que cuando se le preguntó a quienes no estaban familiarizados con ese término qué significaba, la mayoría lo relacionó con ‘Misión imposible’, una serie de televisión muy popular en el siglo pasado, que hace pocos años fue llevada a la pantalla grande, y cuya trama incluye espionaje, intrigas y toda clase de aventuras. Pero eso no es lo que la Iglesia entiende por ‘misión’.
El Catecismo de la Iglesia Católica dice que la Iglesia recibió de Cristo “la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios.” (C.E.C. # 768). ¿Qué implica esto? Enviar personas (misioneros) que prediquen la Palabra de Dios, que acerquen a la gente a los Sacramentos, que la ayuden a tener un encuentro personal con el Señor.
¿Y por qué querría la Iglesia hacer semejante cosa, sobre todo en estos tiempos en que prevalece la mentalidad de ‘vive y deja vivir’, en los que incluso se ve mal, se considera ‘políticamente incorrecto’, poco respetuoso, ‘inadmisible imposición’, que alguien comparta con otros su fe?
Tiene la Iglesia, y las ha tenido desde sus comienzos, al menos dos poderosas razones para ello.
La primera es que el propio Cristo se lo mandó. Al final del Evangelio según san Mateo, vemos que Jesús dice a Sus discípulos: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que Yo os he mandado. Y he aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 19).
Habla de hacer discípulos “a todas las gentes”. No vienen letritas chiquitas que digan: ‘aplican restricciones: esto no incluye a los que parezcan muy contentos como están, a los de otras religiones o a los que puedan incomodarse si les hablan de Mí…”. El Señor pide anunciarlo a “todas las gentes”.
¿Pero no es eso un atropello hacia sus creencias?, ¿no es mejor dejar que cada quien crea lo que se le dé la gana? La respuesta nos lleva a la segunda razón que hay para la misión: que cuando se tiene la Verdad, así, con mayúscula, se tiene también la obligación de compartirla.
Según la mentalidad, muy extendida actualmente, de que todas las religiones son iguales, entonces no es aceptable que una pretenda imponerse a las demás. Ah, pero si no todas son iguales, si algunas son producto de la imaginación humana, y sólo una es revelada por Dios, entonces se vuelve no sólo admisible, sino imperativo, indispensable, anunciarla, darla a conocer. Porque no se está simplemente buscando que alguien cambie sus creencias por otras semejantes, sino que alguien salga del error, y conozca a Aquél que dijo de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6).
No es tarea fácil, sobre todo en estos tiempos en que los cristianos son la población que más sufre, desde burlas y persecución hasta injusticia, tortura y asesinato.
Requiere valor compartir la propia fe, sea a nivel personal, en una charla familiar o entre amigos o colegas no creyentes, o sea en un país en el que tener Biblia es un delito que se paga con la muerte.
Por eso la Iglesia celebra este domingo el DOMUND, el Domingo Mundial de las Misiones, en el que pide urgente apoyo, económico y de oraciones, para sostener los esfuerzos de los misioneros que en todo el mundo lo arriesgan todo, con tal de que otros puedan conocer a Cristo, acoger Su amor en su corazón y experimentar el gozo y la paz de vivir su vida como camino de salvación.
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