P. Julián López Amozurrutia
La segunda predicación de Adviento en la Catedral Metropolitana, que se llevó a cabo este sábado 16 de diciembre, estuvo inspirada en la frase de san Pablo: “la esperanza no defrauda” (Rm 5,5).
Una leyenda de color oscuro vio Dante escrita en lo alto de una puerta: “¡Oh, los que entráis, dejad toda esperanza!” (Divina Comedia, Infierno, III,9). Era el sitio de la eterna condenación. No volvemos la mirada al infierno para asustarnos con tétricas imágenes. Si algo nos enseña la frase de Dante es que la ausencia de esperanza se identifica con el infierno. Por lo tanto, hemos de luchar contra el abismo cruel de la última muerte encendiendo la esperanza.
Para ello, el Espíritu viene en auxilio nuestro. Porque la salvación ha ocurrido ya. Pero aún tendemos a su plenitud. Hemos sido salvados en esperanza, como recordó el Papa Benedicto XVI (cf. Encíclica Spe Salvi). Un clamor, entonces, brota de la tierra, para invocar la divina presencia. Descubrimos que somos sujetos de esperanza porque somos capaces de esperar. En el corazón, en efecto, está la sede de la esperanza, porque al ser lo más hondo de nuestra identidad, es también donde se tiende con más intensidad a la realización. Y el corazón no se cansa. Espera y persevera, camina y se compromete, vence los temores y los odios, y se deja invadir por el amor.
Los dos vicios que se le oponen son la desesperación y la presunción. Darse por vencido o pretender solucionar la existencia sin Dios. La niña pequeña que Péguy vio en la esperanza resuelve bien ambos dilemas. Ella sabe que podemos seguir esperando, aunque la realidad parezca desalentarnos. Porque sabe en quién puede confiar.
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