Nemesio Rodríguez Lois
Durante los días comprendidos entre finales de octubre y principios de noviembre, suele ser común que, tanto los grandes almacenes como los medios de comunicación, insistan acerca de ese momento cumbre del ser humano que es la muerte.
Algunos lo hacen desde una visión pagana, mercantilista y con la influencia que viene desde el mundo anglo protestante. Es ahí donde se encuentra el “Halloween” y todo lo que eso comprende.
Otros lo enfocan desde un punto de vista aterrador, insistiendo en la presencia de almas en pena que andan en medio de la niebla asustando a todo el que se les pone enfrente.
En esta ocasión quisiéramos tratar acerca de la actitud del mexicano ente la muerte.
Y al entrar en materia nos encontramos con un tema inagotable. Inagotable puesto que va desde la gastronomía, representada por el delicioso pan de muerto y las calaveras de azúcar, hasta las típicas ceremonias que se celebran en pueblos como el de Mixquic.
Otra faceta digna de consideración dentro de este tema que hemos calificado de inagotable, es el hecho de que, según afamados sociólogos, nuestro pueblo es un pueblo que se burla de la muerte.
Y para justificar dicha afirmación se basan en los epigramas llamados “calaveras”, en las comilonas que tienen lugar en los panteones, en que un pan dulce decorado con huesos se remoja en una taza de espumoso chocolate…
Sin embargo, después de haber estudiado a fondo dicho fenómeno, consideramos que la explicación no es tan simple.
Ciertamente, el mexicano adopta ante la muerte una actitud que algunos consideran bravucona y despectiva. No obstante, a pesar de enfrentarla cara a cara, habrá que ir al fondo y ver como dicha actitud, aparte de ser respetuosa, le reconoce a tan sagrado momento su real importancia.
Reconoce a la muerte como lo que es en realidad: un momento, el más importante de la vida. El momento en que el alma se separa del cuerpo para presentarse ante Dios que habrá de juzgarla.
Un juicio que, en caso de ser absolutorio, le abre a quien acaba de fallecer las puertas de un mundo en el cual habrá de ser eternamente feliz.
Ante ello, al ver cómo –en caso de salir absueltos– la muerte no fue más que un requisito para entra en una vida mejor; en ese caso lo más lógico es que deje de verse a la muerte como un ser tétrico que porta una guadaña.
Incluso cuando, con todo y haber salidos bien librados del juicio, –si acaso quedase algo pendiente por pagar– el alma que obtuvo ya la salvación tiene la esperanza de que, en este mundo terrenal, habrá quienes ofrezcan oraciones y sacrificios por su eterno descanso.
En cualquiera de los dos casos –pase inmediato o el intermedio necesario para purgar culpas– en cualquiera de los dos casos, la muerte nos ofrece una visión optimista.
No ocurre así con quienes, al no tener fe, creen que todo termina en el sepulcro o quienes –soportando el terrible peso de una conciencia culpable– saben que, una vez muertos, para ellos se inicia lo peor…
En el momento en que nuestra gente coloca su Altar de Muertos o rinde veneración a sus difuntos en cualquier iglesia parroquial, en ese momento está dando testimonio de que cree firmemente en la existencia de otra vida.
Y esa creencia firme y persistente que lleva siglos constituye nada menos que uno de los principales dogmas de la fe cristiana.
Días de reflexión, marcados por tradiciones muy nuestras que no tienen parangón en el mundo. Días de reflexión, de sufragios, de sacrificios en que se presenta una gran oportunidad para pedir por quienes, desde un terrible lugar de tormentos, están suplicando que les ayudemos.
De esa petición de ayuda que nos hacen las benditas ánimas, se han aprovechado escritores románticos para dar vida a novelas de misterio y aparecidos.
Historietas en que se habla de ánimas en pena deambulando porque están suplicando un gesto de amor reflejado en una oración.
Se acerca la noche de las benditas ánimas, ocasión única y excepcional para pedir por quienes ya se nos adelantaron en el camino, a quienes tanto les debemos y por quienes –algunos no lo crean– es mucho lo que podemos hacer.
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