María Teresa González Maciel
Mujer, tal vez seas una de muchas que aprendieron que todas las cosas y todas las personas de su alrededor les gritaban, les exigían o les insinuaban lo que debían ser, lo que debían pensar, lo que debían medir, vestir y tener. Y en ello canalizabas todas tus energías, a fin de conseguir y ser todo lo que la sociedad te pedía, todo aquello que se te mostraba como paradigma de éxito; así, te empeñabas en buscar la felicidad perenne en cosas que a lo mucho podían ser pasajeras, prestando oídos sordos a una pregunta que intentaba surgir desde el interior de tu consciencia: ¿quién eres, mujer?, ¿dónde radica realmente tu valor?
Algunas veces, al ir andando por la calle, seguramente te sentiste analizada, convertida en el blanco de unos ojos que calificaban, que te cosificaban, que te utilizaban y desgarraban tu dignidad; sin embargo, no podías detener ese impulso por cumplir los patrones de frivolidad que se te habían impuesto; luchabas incansablemente por alcanzarlos, y la pregunta seguía ahí, latente, queriendo salir de esa trampa que te había tendido todo un sistema de mercado: ¿quién eres, mujer?, ¿quién realmente eres? ¿sobre qué se cimienta tu valor?
Ignorabas el cuestionamiento, te daba miedo siquiera pensarlo, porque implicaba renunciar a esos anhelos con los que fuiste creciendo, de manera que simplemente continuabas, consumías, gastabas y te desgastabas en pos de los fines que se te pedían; en pos de tantos e inútiles sueños, para volverte tú misma un sueño, una persona que la sociedad pudiera aprobar. Pero no lo lograbas por más que caminabas, corrías, hacías y te deshacías… Y de pronto, después de tanto camino andado, algo te indicó que debías detenerte, hacer una cita contigo misma y atender ya la pregunta: ¿quién eres, mujer? ¿por qué y por quién vales?
Dejaste por fin hablar a tu voz, que te susurraba, que te decía algunas cosas sobre tu identidad: que eras muy valiosa, que eras cálida, que tenías alma y vida, que tenías dones específicos, que habías sido diseñada para acompañar, para recibir compañía, para alentar y ser alentada, para escuchar con atención, para percibir las cosas pequeñas que a otros se les escapan. Pero no quedaste conforme con eso; seguiste buscando, y encontraste más, algo muy especial: te diste cuenta de que merecías ser tratada como mujer, con la identidad de hija de Dios.
Tu cara se iluminó, sonreíste, suspiraste, parecía que un aire nuevo entraba en tu vida, entraba en ti con gran fuerza, con mayor limpieza. Te miraste por fin hija de Aquél que lo hace todo nuevo. Y entonces, sólo entonces, todas aquellas metas cobraron sentido. Te pusiste de pie, arreglaste tu cabello. Pero ya no intentabas parecer esa figura que te mostraban los anuncios espectaculares, sino esa gran guerrera que se encaminaba hacia el triunfo, hacia la auténtica realización, hacia la paz verdadera.
Contemplaste tus veredas de mujer. Tus ojos se hicieron otros, te llenaste de esperanza. Y dentro de ti, dentro de tu alma, una voz comenzó a resonar, una voz que te fortaleció y llenó todos los espacios de tu ser. Una voz que jamás podrá borrarse, que ha quedado en ti grabada, y que te dice con insistencia: “¡Eres mujer, hija de Dios!”
“De modo que, si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, ahora han sido hechas nuevas“ 2 Cor 5. 17.”
Recuadro
Te doy gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto de una experiencia única, la cual te hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz y te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de referencia en el posterior camino de la vida.
Te doy gracias, mujer-esposa, que unes irrevocablemente tu destino al de un hombre, mediante una relación de recíproca entrega, al servicio de la comunión y de la vida.
Te doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana, que aportas al núcleo familiar y también al conjunto de la vida social las riquezas de tu sensibilidad, intuición, generosidad y constancia.
Te doy gracias, mujer-trabajadora, que participas en todos los ámbitos de la vida social, económica, cultural, artística y política, mediante la indispensable aportación que das a la elaboración de una cultura capaz de conciliar razón y sentimiento, a una concepción de la vida siempre abierta al sentido del “misterio”, a la edificación de estructuras económicas y políticas más ricas de humanidad.
Te doy gracias, mujer-consagrada, que a ejemplo de la más grande de las mujeres, la Madre de Cristo, Verbo encarnado, te abres con docilidad y fidelidad al amor de Dios, ayudando a la Iglesia y a toda la humanidad a vivir para Dios una respuesta “esponsal”, que expresa maravillosamente la comunión que El quiere establecer con su criatura.
Te doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer! Con la intuición propia de tu femineidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas.
Fragmento de la carta del Papa Juan Pablo II a las mujeres (1995)
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