Un conocido cantante contestó, cuando le preguntaron en una entrevista, si él era persona de fe: ‘Bueno, sí, creo en Dios, pero ¡no en los dogmas de la Iglesia!’, y explicó con voz tipluda y gesto escandalizado: ‘es que ¡de plano se quedó en el oscurantismo de la Edad Media!’. Quien lo entrevistaba se rio y le dio la razón.
No sé si él leerá esto, pero lo que dijo amerita contestación, porque hay otras personas que comparten su opinión. En ciertos ambientes es ‘bien visto’, considerado una muestra de gran inteligencia y de elevado nivel intelectual, dárselas de que uno no cree en ningún ‘dogma’, como dando a entender que uno está muy por encima de conceptos cerrados, opresores, que uno es una persona libre, ‘moderna’, que cree en lo que se le da la gana y a la que nadie le dice lo que debe creer.
Pero la realidad es todo lo contrario. Sin los dogmas, no seríamos libres, sino prisioneros de nuestra ignorancia y límites, obligados a inventar y reinventar el hilo negro a cada paso, sin saber bien a bien en qué creer.
Para entenderlo, empecemos por aclarar qué es un dogma.
El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española ofrece tres definiciones: 1. Proposición tenida por cierta y como principio innegable. 2. Conjunto de creencias de carácter indiscutible. 3. Fundamento o punto capital de un sistema, ciencia o doctrina.
Esto significa que los dogmas son los fundamentos sobre los que se puede edificar sólidamente un sistema, ciencia o doctrina. Liberarse de ellos no da libertad, sino inseguridad, como edificar sin cimentos.
Consideremos estos ejemplos: Si un matemático dijera: ‘yo no creo en dogmas, a mí que no me vengan a imponer que dos más dos son cuatro, yo quiero pensar que el resultado puede variar’, su supuesta libertad no le ayudaría, todo lo contrario, lo orillaría al caos, pues no tendría un fundamento sólido para realizar operaciones matemáticas con la seguridad de obtener un resultado cierto.
Del mismo modo, un católico que dice creer en Dios pero no en los dogmas de la Iglesia, está tratando de deshacerse de principios que son fundamentales para su fe, cuya intención no es ‘obligarlo’ a creer sólo por obligarlo, sino darle una base firme, inamovible, incambiable, sobre la que puede asentar sólidamente su fe, sin temor a que le digan mañana que todo cambió.
Jesucristo no sólo fundó la Iglesia (ver Mt 16, 15-|19), sino se identificó con ella (ver Hch 9,1-5; Lc 10,16), así que no se puede creer en Él sin ella. Y prometió enviarle Su Espíritu Santo para recordarle Sus palabras (ver Jn 14, 26), y para guiarla hacia la verdad (ver Jn 16, 13).
Así pues, lo que los católicos creemos no es invención, sino revelación de Dios. Nuestra principal motivación para ser católicos es que estamos convencidos de que la Iglesia posee la plenitud de la verdad revelada por Él. Y los dogmas de la Iglesia contienen y expresan esa verdad. Por eso se les llama también ‘verdades de fe’.
¿Cómo sabemos con certeza que son verdad? Porque Dios concedió al Papa el don de definir los dogmas con infalibilidad. Y ojo, cabe aclarar que los católicos no creemos que el Papa sea siempre infalible, sabemos que es un ser humano como todos, con caídas y errores. Solamente es infalible cuando, haciendo uso de su potestad como Vicario de Cristo, sucesor de Pedro, define un dogma, bajo la guía del Espíritu Santo y en comunión con toda la Iglesia.
Hay quien se queja de los dogmas de la Iglesia como si fueran miles o como si todo lo que ella enseñara fueran dogmas, y los católicos estuviéramos bombardeados por ellos. No es así. Son muy pocos, definidos a lo largo de los siglos, pero nos dan la seguridad de que podemos asentar en ellos nuestra fe, como sobre roca firme, sin temor de que, como les ha sucedido a otras iglesias, sectas y denominaciones religiosas, se les abran grietas y terminen convertidas en arenas movedizas por las presiones de la ‘modernidad’, de la ‘moda’ del momento o de lo ‘políticamente correcto’.
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