En el artículo de este domingo reflexionaremos sobre la duda que tuvieron algunos de los discípulos y profundizaremos el sentido de ser bautizados en Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
En este domingo leemos un discurso dado por Nuestro Señor Jesucristo después de su Resurrección. La secuencia de pasajes en los cuales san Mateo nos habla de los encuentros con el resucitado inicia con el hallazgo del sepulcro vacío (Mt 28,1-8); la aparición a las mujeres por el camino (Mt 28,28,9-10); en tercer lugar el relato de la noticia de la ausencia del cuerpo llevada por los soldados (Mt 28,11-15) y por último la aparición de Jesús a los apóstoles en un monte, en Galilea (Mt 28,16-20).
Como podemos observar la única aparición de Jesús resucitado a los apóstoles es el mismo texto que leemos hoy, por tanto la acotación que nos da el evangelista “algunos dudaban” corresponde todavía a una reacción psicológica por la sorpresa de ver al Señor Jesús vivo. Sin embargo, haciéndonos ayudar de los relatos de san Lucas, especialmente el pasaje de los discípulos de Emaús, también podemos ver que la incredulidad ante los testimonios de las mujeres y de los discípulos que corroboraron esto (cfr. Lc 24,24) revela una toma de postura de lejanía ante la posible resurrección del Señor. Pero de estas actitudes que el Señor califica como dureza de corazón (Lc 24,25) o cerrazón de mente, el Señor las cura con su misma presencia y sus explicaciones.
En el caso de nuestro pasaje, dice el texto que Jesús se acercó a ellos y les habló (Mt 28,18). Dentro de estas palabras que el Señor les dirigió como último testamento, antes de ascender a los cielos, se encuentra el mandato de bautizar a los que se hagan discípulos “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (v. 19).
Juan el Bautista había explicado que él bautizaba con agua como signo de conversión, pero que detrás de él vendría el que bautizaría con el fuego del Espíritu Santo. Este es el bautismo al que envía Jesús a sus discípulos a realizar, por eso, el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo no es solamente un signo penitencial, sino la participación de la muerte y resurrección de Cristo, en resumen, una nueva creación.
La comunidad cristiana naciente fue consolidando esta fórmula “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” poco a poco. Según nos narran Los Hechos de los Apóstoles, al darse las primeras conversiones a la fe en Jesús como mesías e Hijo de Dios, los apóstoles instaron a las personas a bautizarse en el nombre de Jesús (cfr. Hch 2,38). Después de este rito venía la imposición de manos que servía para otorgar el Espíritu Santo (cfr. Hch 8,14-17). Ya desde la misma época apostólica se llegó a la conciencia de que la obra de redención es de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, por tanto la fórmula que se impuso para la realización del sacramento es lo que podríamos llamar la fórmula trinitaria que encontramos en el evangelio de hoy.
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