Mons. Salvador Martínez
Este domingo responderemos a la pregunta sobre por qué Jesús dice que un profeta solamente es mal recibido en su propia casa y por los suyos.
Podemos iniciar nuestra investigación de este domingo buscando en el Antiguo Testamento si efectivamente los profetas fueron mal recibidos en su propia casa o pueblo. Podemos observar que varios de los profetas, auténticos, del Antiguo Testamento, fueron llamados por Dios a ejercer la profecía lejos de su lugar de origen.
Por ejemplo, el profeta Amos era originario de Tecoa en Judá, y ejerció su profecía en el Santuario de Betel, santuario del Reino del Norte, y fue rechazado por las autoridades. Eliseo era originario de Abel Mejolá, y nunca ejerció la profecía en medio de su familia, sino con grupos proféticos cerca de Guilgal; en general su ministerio profético fue aceptado. Jeremías e Isaías fueron profetas que ejercieron en Jerusalén, el primero era de los sacerdotes de Anatot en la tierra de Benjamín. De Isaías no se dice su origen, pero es probable que ejerciera muy cerca o en su mismo lugar de origen.
Pasemos ahora al Nuevo Testamento. En el Evangelio de san Mateo (Mt 23,32; Lc 13,34) Jesús se queja con Jerusalén de que mata a los profetas que le son enviados. Si pensamos en que todos los profetas escritores fueron miembros del pueblo de Dios y que a muchos de ellos los mataron, no solamente en Jerusalén sino sus propios paisanos, entonces podemos pensar que Jesús recoge un pensamiento que era común en su entorno socio religioso. En el Evangelio de san Lucas (Lc 11,51-53) dentro de una serie de “ayes”, es decir, dentro de un discurso de denuncia contra fariseos y doctores de la ley, Jesús les dice que a ellos se les pedirá cuenta de la sangre de los profetas y los justos que ha sido derramada desde Abel hasta Zacarías. En este caso se particulariza la responsabilidad, no se trata del pueblo en su conjunto, sino particularmente de las autoridades que se hacen resistentes a la voluntad de Dios.
Pero en la lectura de hoy no fueron las autoridades, sino los que conocían a Jesús y a su familia, con lo cual podemos comprobar que no es un factor determinante la situación social o incluso de consanguineidad para aceptar o rechazar al Señor. El evangelista nos da la clave, a saber, es la decisión de creer en Jesús aquello que hace posible que se opere la salvación. Podemos preguntarnos si no resulta más o menos comparable a grupos de personas que desde su niñez estuvieron muy cercanas a la formación religiosa y que más adelante en la vida nadie les resulta suficiente para convencerlos pues ellos, desde niños, ya lo saben todo de su religión.
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