Se llama Marisa. Cuando era adolescente asistió a una junta en la que se convocó a los jóvenes de la colonia para formar un grupo juvenil. Muy entusiasmados, proporcionaron sus ideas para la realización del amado proyecto y llegó el momento de deslindar responsabilidades. Todos querían participar y lo hacían con generosidad y alegría, pero nos llamó la atención la actitud de Marisa, quien cada vez que solicitábamos un voluntario para el trabajo, siempre decía: “¡Yo!”. Y lo hacía con entusiasmo, con ganas de servir.
Marisa barría el salón, llamaba por teléfono desde su casa para recordar las reuniones, hacía carteles, sacaba copias, ¡se desbarataba sirviendo a los demás!
Le pregunté por qué era tan servicial y me contestó con orgullo: “soy guía scout”.
Desde entonces me cayeron bien los scouts con su lema de “siempre listos” y su nudo en la pañoleta para recordarles su buena acción de cada día. Se puede contar con ellos.
A pesar de que tengo muchos años de sacerdote, me sigue impresionando y llegando al corazón la ceremonia del lavatorio de los pies que la Iglesia celebra el Jueves Santo. ¡Jesús, el Maestro, el Señor, sirviendo en una tarea tan humilde! Realmente Él quería mucho a sus apóstoles y allí está la clave de su servicio: servir a los que uno ama es satisfactorio. El Jueves Santo me ayuda a descubrir la grandeza del amor paternal que convierte a los papás nada menos que en sirvientes de sus hijos.
Todo el chiste está en amar. Cuando la fe nos lleva a descubrir que el amor que sentimos a quienes están ligados a nosotros por la sangre, se debe extender a todos los hijos de Dios, entonces comprendemos y tratamos de imitar el testimonio de aquellos que gastan su vida al servicio de los que sufren.
Pero no sólo la fe mueve al servicio, pues incluso los no creyentes, cuando descubren la dignidad del hombre y de toda la creación, aprenden a amar y a servir.
Servir es también una terapia que cura la soledad, la depresión, la dependencia de las drogas, la mal vivencia en general. Si desean rehabilitar a un hombre, ayúdenlo a descubrir la satisfacción de servir a los demás y rehará su vida.
El hombre que no sabe amar tampoco sabe servir. Es aquel que cuando se le pide un servicio, contesta: “¿Y yo qué gano?”. El egoísmo es, pues, un impedimento para el servicio desinteresado.
En todas las familias sucede que un miembro se niega a ser útil y recibe el servicio de los demás con un cinismo que lastima al resto. Normalmente son personas enfermas que necesitan un tratamiento especializado para que reencuentren su papel en el hogar. Mientras tanto, la paciencia y la tolerancia son el servicio que se les debe brindar, pero nunca la complicidad.
La armonía familiar supone que cada uno de sus miembros acepta y realiza, por amor, el servicio que le corresponde; cuando un miembro falla, daña a todos.
Cuando ambos padres tienen que trabajar fuera del hogar se hace más necesario que los hijos aprendan a servirse y a servir a sus hermanos. De este modo, el hogar se convierte en una verdadera escuela de hombres y mujeres útiles, llenos de un gran espíritu de servicio.
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