Tuve la suerte de formar y forjar mi matrimonio y mi familia, de dar vida a mi hogar, de la mano de Juan Pablo II. Gracias a él descubrí que el futuro de la sociedad se jugaba y se juega en la familia, en cada familia, en la mía.
Años antes, cuando obtuve la cátedra de filosofía-metafísica en la Universidad de Málaga, Carlos Cardona, a quien debo lo mejor de mi filosofía y mucho de lo bueno de mi propia vida, me había dado un consejo, que he procurado seguir y pretendo que siga vigente hasta mis últimos días: “nunca hables de lo que no intentas vivir, y todo lo que descubras en tu estudio y en tu investigación, procura llevarlo a tu vida”.
Con ese doble bagaje inicié mi andadura como esposo y como padre.
“Nunca hables de lo que no intentas vivir; y cuanto descubras en el estudio, procura llevarlo a tu vida”.
En término educativos, la tele es el equivalente light a los móviles actuales. Mucho más fácil de manejar, educativamente hablando, en beneficio de quienes ahora somos abuelos. En este sentido, los papás y mamás de hoy lo tienen mucho más difícil… en primer lugar para ellos mismos, y, derivadamente, en relación con sus hijos.
En casa, el criterio estaba claro. La televisión no “está encendida por defecto” —como en bastantes otros hogares por aquel entonces—, sino que se enciende solo cuando haya algo que vale la pena ver.
En el caso de los hijos (de los siete, conforme fueron naciendo y creciendo), era preceptiva la consulta a Lourdes o a mí. Y si la respuesta era afirmativa, si valía la pena verlo, nosotros lo hacíamos junto con ellos (por supuesto, en casa nunca hubo más que un televisor).
Así las cosas, Lourdes y yo regresamos una tarde a casa y advertimos, con cierta sorpresa, que “uno de los siete” estaba con la televisión encendida. Le recordamos amablemente los criterios establecidos y le pedimos que la apagara.
Lo hizo.
Salimos de nuevo y, al regresar, estaba otra vez feliz, plantado ante el aparato.
(Como es más que obvio, lo que aquí comento de la televisión es aplicable, y con mayor motivo, a todos los medios electrónicos con los que hoy contamos: la propia televisión, las computadoras, las consolas, los videojuegos, la tablet… y un largo etcétera: todos ellos
pueden ser sustituidos con ventaja — ¡con muchísima ventaja! — por nuestro trato personal con los hijos. Lo agradecerán ellos… ¡y lo agradeceremos nosotros!).
La televisión no está encendida “por defecto”, sino que se enciende solo cuando haya algo que lo merece.
Sin perder en absoluto la calma —no había motivo—, aquella noche Lourdes y yo hablamos sobre lo ocurrido y tomamos una decisión.
A día siguiente, reunimos a los siete y les comentamos, más o menos con estas palabras, muy breves, como se puede comprobar (siempre, siempre, siempre, cualquier mensaje a los hijos, cuanto más breve, mejor).
“A partir de ahora, en casa no veremos televisión, excepto un video, todos juntos, los viernes, que comentaremos los sábados, también juntos, después de comer” (uno de los momentos en familia más agradables, con el paso del tiempo).
Y les dimos dos motivos:
Las relaciones entre hermanos son infinitamente más ricas que ver la televisión; un exceso de tele nos vuelve “tontitos” (obviamente, se trata solo de un modo de decir, inteligible para los niños de corta edad, como eran mis hijos). ¡Mi tiempo! Una medida de este tipo no puede establecerse sin más ni más.
Los niños necesitan tiempo abundante para jugar.
Y necesitan también, de manera radical y absoluta, tiempo de trato con sus papás (también con sus papás-varones). ¿Consecuencias? Entre otras, algunos cambios familiares los fines de semana. Por ejemplo, los sábados por la tarde, a partir de ese momento, fueron ratos en común, míos (del papá de familia) con mis hijos. Nos reuníamos en torno a la mesa de la cocina, dispuesta entonces para este fin, y les enseñaba lo que yo sabía hacer y a ellos les distraía. Entre otras cosas, papiroflexia (de la que algunos de mis hijos sigue siendo un estupendo aficionado) y juegos de manos, afición por la que “pasaron” al menos tres de mis hijos y que aún hoy sigue fomentando más o menos en serio uno de ellos.
¿Me costaba? Inicialmente sí, cada sábado: todos y cada uno.
Había que romper la inercia que me inclinaba a ocuparme de “mis cosas” (incluso cuando se trataba de seguir trabajando en lo que había hecho el resto de la semana).
Pero siempre, al poco rato de estar jugando con ellos, era yo quien más me divertía y más disfrutaba de la compañía de los míos. No se debería eliminar ninguna actividad de los hijos sin ofrecerles una alternativa real que la sustituya y la supere. Un hijo bien querido en su familia no tiene problemas con ser “raro” Acabo esta primera serie con una última anécdota. Cuando llevábamos varios meses sin televisión en casa, la profesora de una de mis hijas quiso conocer las costumbres al respecto de sus alumnas. Fue preguntando una a una, en presencia de las demás, que ocurría en su casa con la tele (entonces, recuerdo, uno de los “caballos de batalla” de la educación).
Varias se quejaron de que sus papás veían programas que a ellas no les permitían ver. Me solidaricé entonces con esa protesta… y sigo siendo solidario: si un hijo mío no debe verlo (otra cosa es que le aburra), yo tampoco lo veo. Al llegar a mi hija, respondió que en casa no se veía la televisión. Ella apenas dio importancia a su “declaración”, pero todas las amigas, sin excepción, la miraron como si se tratara de un extraterrestre: algo así como si un chico o chica de 18 años de clase media confesara hoy ante sus amigos que no tiene celular porque sus padres no se lo permiten. Si un hijo mío no debe ver un programa de televisión o asistir a un espectáculo… ¡yo tampoco lo hago! Los hijos nos entienden, ¡vaya si nos entienden! La profesora siguió como si nada, pero al terminar la ronda volvió a preguntar a mi hija: “¿cómo es eso de que en tu casa no veis la televisión?” Y la respuesta, con el acento de quien expresa algo obvio, fue:
— “Sí, mis papás no nos dejan ver la tele porque nos quieren mucho”.
Algo que nosotros no habíamos siquiera mencionado, pero que, efectivamente, era el motivo de fondo de nuestro modo de obrar… y que ella había captado como lo más importante e incluso lo único que contaba.
Y es que los niños, en cuanto nos descuidamos, ¡saben ir al núcleo de las cuestiones!
A poco que los queramos y les mostremos nuestro cariño, nuestros hijos descubren las motivaciones que nos mueven en relación con ellos.
El Dr. Tomás Melendo Granados posee estudios superiores en la Universidad de Navarra, y en Italia y Alemania. Investigador colaborador del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad de Navarra. Director de los Estudios Universitarios sobre la Familia de la Universidad de Málaga. Presidente de Edufamilia, asociación sin ánimo de lucro, que busca la mejora de la convivencia de las familias, mediante Másteres, Expertos, cursos más breves, conferencias, ciclos culturales, seminarios y otros.
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