No hay día en el que no se conozca la muerte de una persona bajo circunstancias violentas; de gente común y corriente que, por lo general, no tiene relación alguna con el crimen, sino que más bien se convierte en víctima ante la imparable impunidad y el poroso sistema de justicia, que no atina a castigar de forma ejemplar y ser disuasivo de la comisión de delitos, que por desgracia siguen a la alza en muchos municipios y comunidades a lo largo y ancho del territorio nacional.
Las autoridades en materia de seguridad pública habían presumido, desde 2014, de una baja sensible en la incidencia delictiva, alcanzando, en sólo dos años desde que inició el sexenio que languidece, avances muy significativos. A inicios del 2015, esta propaganda de seguridad celebró que entre 2012 y 2014 los delitos se habían reducido en 7 por ciento, según los Principales Avances de la Política de Seguridad 2014 de la Secretaría de Gobernación. Fue una lamentable estrategia triunfalista para pender de alfileres uno de los objetivos prioritarios: mejorar las condiciones de seguridad y garantizar tranquilidad en todo el territorio nacional.
Dos años después de ese discurso, las condiciones revelan cómo lo que se supuso como contundente avance, en realidad era desviar la mirada de la progresiva corrosión social y del sometimiento de la ciudadanía a estos delitos que siguen avanzando bajo la mirada absorta de los responsables, que no logran la reducción delictiva, pues dan palazos al viento sin atinar al objetivo.
Las cifras oficiales estremecen. De acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), en 2016 se registraron 23 mil 953 homicidios en México, una proporción de 20 homicidios por cada 100 mil habitantes a nivel nacional, tasa superior a la de 2015 que fue de 17 homicidios por cada 100 mil habitantes, y diez entidades federativas concentraron los índices de homicidios más altos, siendo las más peligrosas para vivir: Colima, Guerrero, Chihuahua, Sinaloa, Zacatecas, Morelos, Baja California, Baja California Sur, Michoacán y Tamaulipas. El caso de la Ciudad de México es paradigmático y preocupante. Según el Observatorio Nacional Ciudadano, en el primer cuatrimestre del 2017, el homicidio culposo aumentó en el 75 por ciento de las delegaciones de la capital.
Y no sólo se trata de homicidios. Otros delitos van a la alza. El mismo reporte del Observatorio Nacional Ciudadano señala que en relación con el 2016, en el primer cuatrimestre de 2017, el secuestro aumentó en 10 por ciento; la extorsión en 23 por ciento y el robo con violencia en 27 por ciento.
Las cifras podrán quedarse en el papel como objeto de estadística; sin embargo, afuera, en las calles y comunidades, hay una ciudadanía descontenta y decepcionada de los paupérrimos resultados y el incumplimiento de lo que fue puesto como prioridad para lograr mejores condiciones de seguridad.
Hace seis años, la principal demanda era eso: tener paz. ¿A quiénes conviene que esto no cambie? ¿Quiénes se están beneficiando de la industria del delito? ¿Convino que la Secretaría de Gobernación tomara de nuevo las riendas de la seguridad pública? Corrupción e impunidad son los ingredientes de la calamidad en las que nos encontramos. Las reformas en materia de seguridad ofrecían la panacea a nuestros males, pero sólo abrieron la caja de pandora, escribiendo la receta del desastre.
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