La vorágine electoral está llegando a un “punto muerto” en cuanto a competencia política, pero hoy, como mexicanos, necesitamos alcanzar la reconciliación en distintos niveles: con uno mismo, con los demás, con nuestro entorno y con Dios.
Una de las acepciones de la palabra reconciliación es: “Bendecir un lugar sagrado, por haber sido violado”. Algunos quizá sienten una especie de “cruda electoral” por haber proferido expresiones hirientes contra otros de opiniones políticamente distintas. Nuestro ser precisa de una reconciliación interna, a partir de la conciencia de que, como seres humanos, cometemos excesos al ardor de alguna pugna. Pero también es necesario reconciliarnos con quienes lastimamos, y con quienes sentimos que nos lastimaron en esa dinámica de dimes y diretes.
En este sentido, el diálogo sigue siendo una cuestión fundamental: si por discrepancias políticas zanjamos relaciones con quienes usualmente convivíamos, es un buen momento para reanudarlas mediante el reconocimiento de nuestros excesos, tratando al mismo tiempo de comprender que nuestros motivos también fueron los motivos de los otros para trabar alguna discusión que dejó malestares. Es necesario volver a las amistades. Pero a la reconciliación con los demás debe suceder una reconciliación con el entorno, lo que significa una disposición plena para caminar por los rumbos establecidos por una mayoría democrática.
Así como aquéllos que votaron por la opción política favorecida no pueden pensar que los beneficios del nuevo gobierno deben ser exclusivos para ellos, quienes emitieron su voto por otra opción cometerían un error si alimentaran el deseo de que el país se cayera a pedazos para demostrar que tenían la razón al opinar distinto. ¡Todos somos un México!
Y finalmente, reconciliados ya con nosotros mismos, con los demás y con nuestro entorno, tendremos la claridad suficiente para reconciliarnos con Dios, mediante el reconocimiento, de mente y corazón, de nuestras pasiones terrenas.
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