Superada la emergencia viene la reconstrucción. El impacto económico intenta ser el menor, pero es evidente que un amplio gasto será invertido para estabilizar la economía de las regiones siniestradas y, sobre todo, lograr que las personas vuelvan a la vida normal a pesar de que el proceso de recuperación será lento y difícil.
Las estadísticas del Instituto Nacional de Estadística y Geografía dicen que el 16 por ciento de los negocios en los estados estremecidos por los sismos del 7 y 19 de septiembre sufrieron algún tipo de afectación. De acuerdo con el mismo instituto, “un mayor porcentaje reporta que hasta el momento no han recibido apoyos o ayudas para atender las afectaciones presentadas, tal situación alcanza al 100% en las industrias manufactureras, al 87.2% del comercio y al 90.8% de los servicios privados no financieros”.
Otro reto es el de la reconstrucción de las viviendas. Algunas cifras señalan que el costo de los sismos asciende a casi 10 mil millones de dólares, y se prevé una inversión inicial de recursos de casi 7 mil millones de pesos, de un total de 37 mil 500 millones para fases posteriores. Se vieron dañadas 150 mil viviendas, mismo número de las edificadas en el 2016.
Independientemente de las inversiones, la naturaleza otorga una oportunidad al sistema político y económico para rectificar las cosas y es hito histórico en cuanto al énfasis ciudadano por un cambio auténtico, pero los riesgos son evidentes y la capitalización política no deja de llamar la atención. Mucho dinero es invertido en el apuntalamiento de partidos, burocracia y consejeros de institutos autónomos, y la ciudadanía pregunta, con justa razón, si es necesario sostener esos lastres de la vida pública.
El reclamo evidente es que demuestren el mínimo sacrificio en pos de la reconstrucción. No pueden continuar en canonjías mientras el electorado supera la emergencia. Políticamente, la primera consecuencia de los sismos es que ha cuarteado las aspiraciones de algunos que ya se alzaban como candidatos seguros y virtuales ganadores; así es, lo que la grilla no pudo, lo hizo el estremecimiento de la tierra.
También cimbró al vetusto aparato obeso y esclerotizado, producto de las abundantes prebendas y beneficios presupuestales. Si es cierto este cambio de mentalidades, los altos burócratas de órganos como el Instituto Nacional Electoral deben vencer la parquedad que parece mantenerlos en una especie de Olimpo intocable e irrazonable. Su avaricia ha sido equivalente a lo que dice el Evangelio: “Esos tales consejeros “ciudadanos” están prontos a imponer fardos insoportables y pesadísimos a los demás, pero ellos, ni con la punta del dedo, están dispuestos a cargar”.
La segunda consecuencia es, a la vez, advertencia. Si en realidad la tragedia cimbró el sistema político para la obtención del poder en 2018, entonces deberían fundarse reformas efectivas para un sistema en virtual colapso. Medrar con el luto resulta la tentación más atractiva para los que pueden lucrar en esta coyuntura. Devolver dinero y cancelar la totalidad del financiamiento público son velados recursos demagógicos para capitalizar votos, pero implicarían el reavivamiento de viejas prácticas por lo pronto superadas, inclinando la balanza hacia extremos. Lo mismo sucede con la abrogación total de los plurinominales en el Congreso de la Unión, lo cual significaría el retorno de las mayorías como en los buenos tiempos del despotismo unipartidista, donde la oposición era pálida sombra.
Después de la tragedia comienza un proceso largo de reconstrucción que no es solamente de edificios. Otros eventos naturales sucederán con las mismas consecuencias fatales. Se trata de aprender de los errores. Y hay historias similares a las de 1985: corrupción, negligencia, avaricia de la clase política que cede en lo cosmético para afianzar en la mezquindad. Reconstruir es atacar estos vicios políticos y asegurar que los recursos tengan distribución en lo fundamental y no se concentren en manos de los nuevos hacendados. Dolor y demagogia son irreconciliables.
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