Después de los sismos, las exigencias parecen demandar una recomposición a nivel político–económico que, ante la tragedia, nos permita repensar nuestro sistema y organización de gobierno, per también la forma en que nos comportamos a nivel social para que el dolor, con todos sus efectos, no caiga en la esterilidad, se olvide, o peor aún, comience a integrar factores de lucro, posicionamientos políticos de poder y de enriquecimientos avariciosos plenos de inmoralidad.
Las pérdidas siguen evaluándose y podrían ser “marginales y breves”, equivalentes al 2.1% del Producto Interno Bruto; sin embargo, el impacto a los Estados del centro no es el mismo que en los del Sureste empobrecido. Los daños seguirán costando mucho, acentuando la pobreza de décadas y reduciendo esa región al olvido.
Un ejemplo lo tenemos en la novedad de las zonas económicas especiales, las cuales se anunciaron como la solución para acabar con el rezago de Guerrero, Oaxaca y Chiapas. Pero a la fecha, después del decreto de ley que crea dichas zonas, publicado en junio de 2016, sólo tenemos tres de ellas, apenas constituidas esta semana por decreto presidencial en Michoacán, Chiapas y Veracruz. Parece que no hay prisa en terminar con la pobreza ancestral del sureste mexicano.
Por otro lado, tenemos la ineludible reforma de nuestro sistema político tan abatido, cuestionado y desmoralizado. Sobre la tragedia se alzan, por un lado, reformas, propuestas legislativas para terminar con el financiamiento público, reducir y adelgazar al Congreso de la Unión como bandera de paladines políticos, con claras intenciones para afianzarse en el poder en 2018 y, por el otro, la Babel de partidos confusos y confundidos que defienden galimatías, propuestas enredadas en la palabrería, demagogia e ineficiencia que no tienen el debido andamiaje para transformar, radicalmente, las maneras de la clase política bien instalada, a la cual la solidaridad popular parece llegar de rebote para negociar lo que ya es inaplazable.
La solidaridad de millones para salvar al prójimo de entre los escombros es un mensaje claro a los que ahora medran con el dolor. Las reformas no deben ser cosméticas ni de apariencias, no deben representar indecibles fórmulas que al final sean más perjudiciales que beneficiosas. Lo evidente es sacar del nicho del poder y de los fueros a los políticos que se han hecho ricos a costa del servicio público. Elegir a candidatos en cargos de auténtica representación popular, no a sibaritas nutridos de privilegios, moches y prebendas; ministros, magistrados y jueces más austeros y menos apoltronados, engrosando cuerpo y bolsillos; consejeros electorales funcionales, capaces de vigilar los procesos democráticos con justicia y no como dictadorcillos censurantes de las opiniones de los que piensan diferente. De partidos políticos vistos como órganos para la democracia y no como refugios de prepotentes, dinastías, linajes o negocios familiares que en pocas manos esquilman lo que pertenece al pueblo mexicano.
En fin, la reforma de gran calado no es propaganda, publicidad o competencia; los cambios profundos son medulares al sistema político, compromiso de hundir el bisturí en esa llaga que supura, la de una clase que no puede gozarse del dolor de muchos mexicanos y que se frota las manos al capitalizar la tragedia y asirse al poder a manera de sanguijuelas chupasangre. El pueblo demostró que está listo para ayudar. ¿Habrá reciprocidad de parte de la clase política?
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