En el Día Internacional de la Mujer, queremos agradecer a Dios por el don de la femineidad, que, en sus múltiples expresiones, pertenece al patrimonio constitutivo de la humanidad y de la misma Iglesia Católica. ¡Gracias, Señor, y gracias, mujer!
Hace 25 años, el Papa Juan Pablo II redactó una carta con motivo de la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer que tuvo lugar en Pekín, China. El Santo Padre quiso hablarle directamente al corazón y a la mente de todas las mujeres del mundo, para hacerlas conscientes de su papel en la sociedad, de su dignidad y de sus derechos a la luz de la Palabra de Dios.
La historia ha sido testigo de los grandes obstáculos que, en todas las culturas, han hecho espinoso el camino de la mujer: despreciada en su dignidad, olvidada en sus derechos, marginada en sus decisiones y en algunos lugares, esclavizada. “¡Cuántas mujeres han sido y son todavía más tenidas en cuenta por su aspecto físico que por su competencia, profesionalidad, capacidad intelectual, riqueza de su sensibilidad y en definitiva por la dignidad misma de su ser! (…) ¿Y qué decir de los obstáculos que, en tantas partes del mundo, impiden aún a las mujeres su plena inserción en la vida social, política y económica?”, cuestionaba entonces Juan Pablo II.
Por desgracia, muchos de los problemas que desde entonces señalaba el Santo Padre, continúan lastimando a las mujeres. De manera particular, en México se vive un machismo que ha provocado numerosos feminicidios. Esto ya no es posible tolerarlo, y por ello no sólo queremos solidarizarnos y acompañar a las mujeres que sufren violencia, sino que celebramos toda iniciativa o política pública que coadyuve a erradicar la cultura nociva que nos invade.
La humanidad tiene con ellas una deuda incalculable e impostergable. Se trata de un acto de justicia, pero también de necesidad, pues el don de la femineidad cada vez es más urgente en la construcción de los procesos de humanización que se requieren en todos los ámbitos de la sociedad.
Sin embargo, saldar una deuda de este tamaño sólo es posible imitando la actitud de apertura, respeto, acogida, compasión, ternura y simpatía que Jesucristo tuvo hacia ellas, también en un contexto cultural adverso para la mujer. Y al tratar con igual dignidad a la mujer y al varón, nuestro Señor permitió que las mujeres, que entonces eran infravaloradas, jugaran un papel fundamental en la vida de las primeras comunidades cristianas. Esto nos compromete como Iglesia a ser coherentes y llevar a la plenitud las enseñanzas del Maestro.
Sirva este día para agradecer también a la mujer por su contribución a la humanidad desde sus diferentes facetas: A la mujer-madre, a la mujer-esposa, a la mujer-hija y mujer-hermana, a la mujer-trabajadora, a la mujer-consagrada. “Y a toda mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer! Pues con la intuición propia de tu femineidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas”, decía con toda verdad nuestro querido Papa Juan Pablo II.
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