Durante las primeras semanas de la pandemia, el Papa Francisco elevaba una oración a Dios ante una Plaza de San Pedro desierta, una oración que constituye un histórico mensaje: “…hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material… No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo”.
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Y justamente en medio de este mundo enfermo, que no ha logrado sanar, México comienza el retorno gradual a las actividades cotidianas.
¿Podemos regresar a un ritmo cotidiano haciendo ojos ciegos a lo que nos tiene enfermos? En el mundo seguimos viendo desgarradores actos de racismo, violencia contra las mujeres, decisiones que buscan imponer el pensamiento individual sobre el bien común. Siguen al alza, acciones que degradan el valor de la vida y que lastiman a la humanidad.
Debemos ser claros: no podemos ser los mismos que antes. Nuestro futuro debe estar cifrado en una superación real y objetiva en todos los sentidos, no en ilusiones pintadas de optimismo. De otra forma, no habremos entendido la enseñanza que nos ha dejado la pandemia ni estaremos dando una respuesta adecuada al mundo enfermo, en el que nos sentimos sanos.
Con la reactivación de la vida cotidiana tenemos la oportunidad de buscar lo mejor, de dejar atrás la apatía y la indiferencia, de terminar con actitudes que privilegian intereses políticos o económicos, de ir por encima del individualismo, y pasar a una etapa de solidaridad y de responsabilidad mutua creciente. Tanto dolor y riesgo visto en el hogar y en hospitales, tantas situaciones de crisis e incertidumbre laboral o ecológica, no pueden dejarnos igual que antes. No podemos ser los mismos de antes.
“¿Por qué tienen miedo? ¿Acaso aún no tienen fe?”, preguntó Jesús a sus discípulos en medio de la tormenta. Sabemos que nuestro destino es un puerto seguro, pero de por medio está nuestra colaboración. Estamos ante una oportunidad histórica de sanarnos como individuos y como sociedad, y de experimentar la alegría de superar la tormenta del COVID-19, no por decreto o aisladamente, sino con los valores que nos enseñó Jesús, y que la humanidad necesita.
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