Desde la Iglesia queremos abonar a la unidad. Y nuestro punto de partida es la Eucaristía.
Hay ocasiones en que México duele. Cuando conocemos alguna historia emanada por la inseguridad, cuando conocemos de aquellos a los que la violencia o la corrupción les arrebató su futuro, o cuando la división enfría el alma pública.
Pero este país también sabe levantarse cuando decide trabajar unido. No hablamos de uniformidad, que anula, sino de unidad plural, esa que permite disentir sin destruirse y sumar manos para lo esencial: cuidar la vida, la dignidad y el futuro de nuestros hijos.
Aprovechando estas fechas que nos hacen pensar en nuestra identidad, la historia ofrece grandes maestros, como Tata Vasco (Vasco de Quiroga), quien llegó a Michoacán y, lejos del cálculo fácil, puso en el centro a las personas: organizó oficios, promovió educación, forjó pueblos que cuidaban a los más frágiles. Su intuición fue simple: la comunidad sana cuando cada quien pone su don al servicio del bien común.
Otra gran historia es la de Fray Bartolomé de las Casas, que nos recuerda que no hay progreso si se pisa la dignidad del otro: o crecemos todos, o no crece nadie.
Desde la Iglesia queremos abonar a esa unidad. Y nuestro punto de partida es la Eucaristía. De allí nace el movimiento que necesitamos: “vayan”, mencionado por el sacerdote al final de cada misa, un “vayan” que significa salir al encuentro del que sufre. Si la Eucaristía no nos vuelve más hermanos, más justos y más disponibles, se queda en rito, pero si nos convierte en pan compartido, la parroquia se vuelve taller de país.
En la Arquidiócesis de México estamos trabajando para que desde las parroquias haya una fortalecida apertura al diálogo y al encuentro comunitario con los jóvenes, con aquellos que se han alejado de Dios, con los que más nos necesitan, y por supuesto, con las familias.
La unidad para combatir los males que aquejan a nuestro país exige también honestidad para llamar al mal por su nombre; coraje para no normalizar la extorsión ni conformarnos con el “así es aquí”; y, claro, templanza frente a la polarización que todo lo reduce a bandos.
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Esta unidad a la que invitamos desde la Iglesia no anula la crítica, la orienta. Nos pide bajar el volumen al grito y subir la frecuencia del encuentro. Nos reclama pasar del “¿qué me toca a mí?” al “¿qué nos toca juntos?”. Nos recuerda, con Tata Vasco, que la organización comunitaria cambia destinos; y, con De las Casas, que toda reforma comienza por reconocer al otro como hermano.
Para quienes creemos en Dios, la Eucaristía nos da el combustible para hacer camino en México. Si nos encontramos allí, en el pan partido y en la calle compartida, confiamos en que podremos salir de esta etapa de miedo y fractura. No con magia, sino con realismo esperanzado, con la suma de pequeños actos, así como se hicieron grandes nuestros mejores antepasados.
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