“Estoy donde Dios quiere, estoy en sus manos, y son muy buenas manos”. Estas fueron las palabras que pronunció monseñor Francisco Daniel Rivera el día en que se enteró que su prueba para detectar el Covid-19 había dado positivo.
Más de un mes después, y luego de librar una dura batalla, monseñor Daniel falleció el pasado 18 de enero, pero con sus palabras nos enseñó a confiar en el amor, en la misericordia y en los cuidados paternales de Dios.
El obispo auxiliar de la Arquidiócesis de México coincidentemente falleció en la semana más dolorosa de la pandemia, que reportó más de 120,000 contagios y cerca de 9,000 fallecimientos.
Sufrió lo mismo que han sufrido miles de personas que han padecido por esta enfermedad, que a diario nos deja lecciones contundentes que nos muestran el camino para encontrar la salida.
El Papa Francisco nos ha dicho, en esta Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, que es urgente dejar de lado los particularismos para buscar el bien común, y para ello, es necesario partir del ejemplo de cada uno de nosotros.
Tristemente, estos meses de pandemia han exhibido una polarización en muchos sectores. Es urgente dejar atrás la división en todas sus expresiones: hablar mal del otro, el chismorreo, los rumores, las mentiras y las acusaciones que tienen un propósito individualista.
Estas actitudes nos están separando como cristianos, como familia, como amigos, y sus consecuencias impactan directamente en el control de la pandemia.
Ante los tiempos que vivimos, la oración es nuestra mejor arma para que la unidad prevalezca sobre el conflicto, y para que, como nos enseñó monseñor Daniel, confiemos en que Dios cumple sus promesas, y que sus caminos son perfectos porque están llenos de amor.
El Papa nos menciona: “La raíz de la comunión es el amor de Cristo, que nos hace superar los prejuicios para ver en el otro a un hermano y a una hermana al que amar siempre”.
Confiemos en el amor de Dios y pongámonos en sus manos para superar los prejuicios, para dejar atrás el egoísmo y el individualismo, para construir una sociedad que venza unida sus conflictos, y para abrazar el dolor y el sufrimiento del otro como si fuera de uno mismo, poniendo en el centro a los más débiles y desfavorecidos. La unidad de la sociedad es una vacuna infalible.
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