Hay palabras que jamás deberían pronunciarse ni escribirse: las que exigen justicia y reclaman verdad.
Es triste y doloroso constatar la magnitud de crímenes y abusos que son consecuencia del corazón humano marcado por el egoísmo, la ambición, el sinsentido. Y ciertamente el dolor y la impotencia aumentan cuando la barbarie campea sin que autoridad alguna ejerza debidamente su responsabilidad.
Hay explicaciones sociológicas para la comisión de actos ilícitos que nos ayudan a enfrentar el comportamiento humano criminal, pero jamás debe ser tolerable –¡en absoluto! – que tales razones sirvan de pretexto para resignarnos ni acostumbrarnos al mal.
En ocasiones da la impresión de que gobernantes y medios de comunicación, lo mismo que ciudadanos de a pie o expertos de todo tipo, nos vamos habituando y hasta alentamos la conducta criminal; no aplicar con oportunidad y claridad la justicia, dar preferencia a la nota roja, viralizar morbosamente las escenas de cualquier abuso, o dejar los crímenes en mera estadística, son prueba de una injusticia domesticada, del mal social cotidiano que aspira a ser parte del horizonte.
Hemos construido diversos slogans (estribillos) que jamás deberíamos haber siquiera imaginado: ¡No más sangre!, ¡Ya basta!, ¡Ni una más! Todos ellos son un grito desesperado que nunca debió existir, son consecuencia de la impunidad cultivada por décadas y son muestra de la ineficacia de gobernantes con discursos que no aterrizan en la justicia y que no abonan al respeto y la concordia.
Como Iglesia católica –en esta Arquidiócesis y en el mundo entero- estamos conscientes de lo importante que es sumarnos a las condenas del mal, pero quedarnos ahí nos empobrece.
Seguimos constatando lo urgente –ahora y siempre- de programas y tareas que le apuesten a la educación y a los valores, seguiremos fortaleciendo la unidad y estabilidad de la familia como fuente y garantía de la renovación del tejido social, continuaremos proponiendo principios firmes y nobles que superen la moda o vayan muy por encima de confusiones pseudo-culturales.
Los nombres de jóvenes, niños y adultos como Norberto Ronquillo, Leonardo Avendaño, Alexis Flores Flores, Carlos Sinuhé, Miranda Mendoza y los 43 de Ayotzinapa, entre muchos otros, no sólo son acusación a sus raptores y asesinos, también constituyen un reclamo incisivo a quienes tenemos cualquier responsabilidad en la educación, en la comunicación social o en la promoción de valores.
Y quienes están al frente de la impartición de justicia –nuestros gobernantes- deben sentirse los primera y mayormente interpelados. Su omisión, descuido o ineficacia tristemente compiten con el dolor causado por la mano criminal.
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